La vida en Venezuela es imprevisible. No se sabe cuándo los bienes básicos llegarán a los anaqueles, ni cuánto tiempo un corte eléctrico puede dejar el país a oscuras. Desplazarse de una ciudad a otra—en un país de 916 mil kilómetros cuadrados—puede llevar una hora como cinco. Ni siquiera el crimen es organizado. En términos prácticos, es como si cada día fuese una sorpresa, pero a la vez como si se tratase de un guión que se repite de manera incesante.
Dos semanas atrás, una protesta por mejoras salariales paralizó por completo las instalaciones de la Siderúrgica del Orinoco (Sidor), la mayor productora de acero del país que forma parte de la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), un complejo de industrias básicas ubicado al sureste del país que en nació en los años 60 con la promesa de potenciar el crecimiento económico de la nación petrolera.
Si bien la sorpresa cayó de imprevisto en la golpeada gestión presidencial de Nicolás Maduro—el heredero político del fallecido Hugo Chávez—las luchas sindicales en Sidor y sus industrias hermanas no son novedad. Durante años, los trabajadores de Sidor han reclamado que las arduas condiciones de trabajo y la ausencia de un plan de jubilación deben ser recompensados con onerosos contratos colectivos. Chávez nacionalizó la empresa en 2008, bajo la premisa que acompañó los otros muchos procesos de estatización durante su gobierno: Venezuela es soberana. Revertir la privatización—firmada en 1997—le garantizó el apoyo de la masa obrera, a un costo muy alto para el país. Bajo el control del Estado, la empresa disminuyó sus niveles de producción en 60 por ciento; producto de la crisis eléctrica, la falta de insumos y corrupción administrativa.
Durante la última huelga, que se extendió por tres semanas y terminó con nuevas promesas, algunos trabajadores insistieron que la siderúrgica podría ser una empresa autosustentable, pero por decisión del Gobierno continúa produciendo a pérdida y subsistiendo gracias al desembolso directo del presupuesto nacional. Esta es la realidad nacional: los problemas administrativos y pésimas decisiones en materia económica obligan al Estado—antes suplantado personalísticamente por Chávez—a intervenir en cada fase del proceso venezolano. Así, el Estado oye a los trabajadores, el Estado garantiza hospitales, el Estado escoge los libros de texto para las escuelas, el Estado garantiza que haya leche y pollo en casa.En Caracas, en las inmediaciones de un Mercal—abreviatura para Mercado de Alimentos, programa de Gobierno del Estado venezolano que vende bienes racionados a precios bajos—, decenas de personas hacen filas de dos a cinco horas para garantizar la cesta básica de la semana, una proeza no apta para quien tiene que cumplir un horario de oficina. Quienes aún creen en la revolución socialista consideran que hacer colas cada semana para comprar comida es el deber ser. Lo cierto es que ni Mercal consigue, en muchas ocasiones, vender papel higiénico; producto que internacionalizó los problemas de escasez registrados en Venezuela durante los últimos cinco años.
Para amenizar la espera, algunos recuerdan al fallecido presidente Chávez, otros cuestionan que la venta sea racionada y esquematizada: es preciso comprar todos los productos disponibles, y no apenas los que uno quiera llevar. Pero hace años que en Venezuela no existe diálogo. El debate fue suplantado por una catarsis simultánea en la cual ambas partes alzan la voz de forma progresiva. El objetivo no es hacerse entender, ni establecer un punto, es simplemente callar al otro. Por lo tanto, cualquier reclamo es rebatido, de forma inmediata, sometiendo al escarnio público a quien ose discordar de los beneficios del proceso revolucionario.
Pero no es preciso estar muchas horas en Venezuela para entender que la escasez es una realidad, una tendencia, y no una ilusión o una campaña mediática. En un día cualquiera es posible contar la cantidad de veces que una persona escucha “no hay”. En medio de la crisis económica—potenciada por una disparidad cambiaria consecuencia de un régimen de control de cambio que este año cumplió una década en vigencia—los nuevos ausentes en el país son los pasajes de avión. Centenas de personas dieron fuerza a la modalidad de viajar al exterior para cobrar un cupo de dólares a precio oficial (Bs. 6,3) que luego serán vendidos en el mercado paralelo (Bs. 45). Altas pérdidas para las compañías aéreas internacionales pusieron el tema a la vista. La crisis aeronáutica también golpea los terminales nacionales: comprar un boleto para desplazarse fronteras adentro requiere anticipación o pago de comisión.
Las escenas implícitas de caos nacional desafían al debilitado gobierno de Maduro. De cara a su primera elección municipal, el Jefe de Estado inició la lucha por poderes especiales que serían usados, según explicó, en un combate a la corrupción. La apuesta del heredero de Chávez parece ser la de generar una impresión de gobierno firme dispuesto a garantizar una gestión limpia, incluso si eso implica barrer dentro de su propia casa. Sin embargo, el recurso de una Ley Habilitante como solución a todos los problemas tampoco es novedad en el reiterativo guión venezolano y el “debate” que genera dentro de la Asamblea Nacional tampoco lo es: para el Gobierno será una panacea; para la oposición, un abuso de poder. Quien grite más alto, gana y la bancada opositora comienza con desventaja, pues es el oficialismo quien controla los micrófonos.