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Los aciertos (y errores) de los “Corruption Busters” de América Latina

Reading Time: 9 minutesComo va el movimiento contra la corrupción en América Latina, cinco años después de Lava Jato.
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Fabricio Alonzo/Anadolu Agency/Getty; Victor J. Blue/Bloomberg; Johan Ordonez/AFP/Getty; Mauro Pimentel/AFP/Getty; Pedro Ladeira/Folhapress

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Este artículo está adaptado de la edición impresa de AQ sobre el combate a la corrupción en América Latina. | Read in English Ler em português

Era una historia tan agradable… al principio.

En enero de 2016, Americas Quarterly publicó un informe especial sobre corrupción, con una llamativa portada inspirada en la película “Cazafantasmas”. Destacando al juez brasileño Sérgio Moro, a la fiscal general guatemalteca Thelma Aldana y al fiscal colombiano Iván Velásquez, fuimos de los primeros en subrayar que los escándalos aparentemente aislados que estallaron en América Latina formaban parte de una tendencia más amplia y potencialmente transformadora.

¿Donde están ahora? Clic arriba para una actualización de los “Corruption Busters” de la portada del 2016.

La corrupción no era algo nuevo; pero tanta gente poderosa yendo a la cárcel ciertamente lo era. Argumentamos que el momento en que esto ocurría no era una coincidencia. La expansión de la democracia en toda América Latina desde los años 1980 había dado lugar en muchos países a instituciones más independientes —y a una nueva y audaz generación de “Caza Corruptos” como los que mostramos en nuestra portada. Desde los años 2000, la clase media de la región se expandió en alrededor de 50 millones de personas, lo que contribuyó a un cambio de valores —específicamente menos tolerancia hacia los políticos que “roban, pero hacen las cosas”. El auge de los teléfonos móviles y las redes sociales hizo más fácil detectar la corrupción y organizar protestas contra ella. Las nuevas leyes globales de banca y transparencia aprobadas tras los atentados del 11 de septiembre y la crisis financiera de 2007-2008 también desempeñaron un papel importante.

En una región diversa, claramente algunos países avanzaban más rápido que otros. Pero, en general, argumentamos que el procesamiento exitoso de casos como el de Lava Jato en Brasil, La Línea en Guatemala y el Caso Caval en Chile estaban ayudando a reducir la impunidad, que siempre ha estado entre las mayores maldiciones de América Latina — una causa de desigualdad, violencia y una infinidad de otros males.

Hoy en día, gran parte de lo que escribimos sigue siendo cierto. Pero a medida que el movimiento anticorrupción de América Latina ha continuado, sus propios riesgos, atropellos y vulnerabilidades se han vuelto imposibles de minimizar o ignorar. Quizás nada ilustra de mejor manera esto que lo que ha pasado con los “Caza Corruptos” de nuestra portada; todos han visto, por diferentes razones, disminuir su suerte (Véase la barra lateral para más detalles). Las filtraciones en junio de mensajes privados entre Moro y los fiscales de Lava Jato agudizaron los miedos de que muchas investigaciones hayan estado plagadas de sesgos políticos y de un hipócrita desprecio por la ética y la ley. A otros les preocupa que la aparentemente interminable avalancha de escándalos esté paralizando las economías y haciendo que los ciudadanos pierdan fe en la propia democracia.

¿Cómo entender todo esto? ¿Cuál es la situación actual de la campaña anticorrupción y qué tan en peligro está realmente? ¿Existe alguna manera de hacer frente a los aspectos negativos y salvar los buenos? Para tratar de responder a estas preguntas, hablé con más de tres docenas de juristas y analistas políticos de toda la región, examiné encuestas recientes y llegué a algunas conclusiones precisas —y a una especie de mea culpa.

América Latina es una región diversa. Pero hay tres tendencias fundamentales que se mantienen en muchos países y que capturan la situación actual de la campaña:

1|  Sigue siendo muy popular

Esto está claro: a la mayoría de los latinoamericanos les sigue encantando ver a presidentes, funcionarios y ejecutivos de empresas corruptos procesados y encarcelados.

Hace solo una década, la corrupción apenas se registraba como una preocupación en la mayoría de las encuestas. Hoy en día, se le considera el cuarto problema más importante detrás de la delincuencia, el desempleo y la economía, según la última encuesta regional realizada por Latinobarómetro, organización que tiene sede en Chile. Pero incluso eso esconde grandes diferencias: la corrupción fue vista como el tema más urgente por los colombianos, y fue el número dos en Brasil, Perú, Bolivia y México. (En Argentina, Venezuela y Nicaragua, por el contrario, otras preocupaciones tuvieron mucha más prioridad.) Otras encuestas nacionales y regionales presentan un panorama similar. En una encuesta de Ipsos realizada en 2018, el 87% de los brasileños estuvieron de acuerdo en que la investigación de Lava Jato debía continuar “hasta el final, sin importar el costo”.

Tal vez como una prueba de apoyo definitiva, la gente también está dispuesta a dejar de lado sus teléfonos y hacer algo para promover la causa.

En diciembre, más del 80% de los peruanos votaron a favor de las reformas anticorrupción en un referéndum convocado por el presidente Martín Vizcarra. En un referéndum similar en Colombia en agosto de 2018, los votos a favor de las medidas anticorrupción (11.6 millones) inclusive superaron el número de personas que votaron por Iván Duque (10.3 millones) en las elecciones presidenciales de ese año. Las manifestaciones en las calles a favor de la lucha contra la corrupción han seguido congregando a grandes multitudes en Brasil, Guatemala y otros países.

Esto es importante por varias razones. El apoyo popular ha ayudado a menudo (aunque no siempre) a disuadir a los políticos y otros grupos de interés de tratar de socavar o sabotear las investigaciones. Por ejemplo, cuando los destacados fiscales peruanos José Domingo Pérez y Rafael Vela fueron despedidos en diciembre, una protesta pública obligó a las autoridades a restituirlos rápidamente. La popularidad de la investigación de Lava Jato en Brasil ha disuadido a los legisladores de aprobar proyectos de ley que restrinjan los poderes de investigación de la policía federal o que protejan a los poderosos.

Incluso en países donde las investigaciones no han avanzado mucho, el deseo de justicia ha tenido una gran influencia en la política. Un ejemplo es México, donde la ira por la impunidad y la corrupción de los partidos tradicionales contribuyó a alimentar la elección de Andrés Manuel López Obrador como presidente en 2018 y a dar a su nuevo partido una mayoría en el Congreso. El presidente ecuatoriano Lenín Moreno ha hecho de la lucha contra la corrupción un elemento central de su gobierno, mientras que el nuevo líder de El Salvador, Nayib Bukele, ha prometido un enfoque similar.

2 |  Los problemas son reales

El 2018 fue un año de reveses para los esfuerzos anticorrupción, y el 2019 ha sido aún peor.

En algunos casos, las élites y los intereses arraigados han desmantelado —o han dañado gravemente— las investigaciones en un cínico esfuerzo por proteger el status quo. A menudo, han utilizado como pretexto supuestos abusos procesales o dudosos tecnicismos. Este parece haber sido el caso en Guatemala, donde el presidente Jimmy Morales expulsó en enero al organismo de investigación de la ONU, la CICIG, alegando amenazas a la soberanía nacional, después de que la CICIG ayudara a investigarlo a él y a miembros de su familia.

En toda la región se ha denunciado que los jueces y fiscales están motivados por sesgos políticos, es decir, que utilizan la “ley” para atacar a un individuo o a una ideología, en particular a los de la izquierda. Algo de esto es claramente absurdo. En países donde la derecha estuvo recientemente en el poder (Guatemala, Perú, Panamá), los políticos conservadores han sido los que han ido a la cárcel; si los políticos de izquierda están llenando las cárceles en otros lugares, recuerden que la “marea rosa” dominó Sudamérica durante la última década. En Brasil, Lava Jato ha dado como resultado  más de 160 condenas, incluyendo numerosas figuras de la comunidad empresarial, y ha presentado cargos contra miembros de más de una docena de partidos políticos de todo el espectro ideológico. A menudo ha sido más fácil para los corruptos —y para sus partidarios— señalar con el dedo y quejarse de sesgos que reconocer sus propios errores.

Sin embargo, en algunos casos la decisión de enjuiciar —o no enjuiciar— en efecto ha olido a política. Numerosos analistas expresaron su preocupación luego de que un juez presentara cargos de traición en 2017 contra el exministro de relaciones exteriores argentino Héctor Timerman, que murió de cancer en diciembre; Human Rights Watch calificó las acusaciones de “débiles hasta el punto de ser ridículas”. Muchos también se han preguntado por qué las investigaciones relacionadas con Odebrecht en Colombia y México no han sido tan extensas ni tan rápidas como en otros países. Las decisiones de algunas figuras judiciales de buscar posiciones políticas  —como que Moro se convirtiera en ministro de justicia de Jair Bolsonaro y la efímera campaña de Aldana para la presidencia de Guatemala— los han expuesto a ellos (y a sus pares) a acusaciones de que su trabajo fue político desde un inicio.

En otros lugares, los fiscales y los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley parecen haber estado menos motivados por cuestiones políticas y más por un deseo exageradamente entusiasta de atrapar a sus sospechosos a cualquier precio. Esta es una historia tan antigua como la propia aplicación de la ley. Pero independientemente de su motivación, algunos han cruzado las líneas legales, procesales o éticas. Muchos señalan el uso excesivo de la detención preventiva en casos de corrupción, especialmente en Perú, donde un expresidente se suicidó en lugar de afrontarla (Alan García), mientras que otro se encuentra bajo arresto domiciliario a pesar de no haber sido acusado aún de ningún cargo (Pedro Pablo Kuczynski). Las recientes filtraciones que involucran a Moro parecen mostrarlo coordinándose con los fiscales de una manera que muchos juristas brasileños dicen que cuando menos no era ética (Moro niega haber actuado indebidamente). Algunos señalaron que las revelaciones podrían incluso anular la condena de 2017 del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. La cuestión es si otros casos en otros países también se verán amenazados.

El arresto de Michel Termer en Marzo 2019 por cargos de corrupción mostró que Lava Jato mantiene momentum.

3 |  Los escándalos no han cesado

Cinco años después de haber iniciado el caso Lava Jato, los escándalos han continuado a un ritmo vertiginoso. Ejemplos recientes incluyen el escándalo de los cuadernos en Argentina, el caso Cementazo en Costa Rica y el caso Arroz Verde en Ecuador, así como un plan de sobornos en Brasil que supuestamente involucraba al hijo de Bolsonaro, Flávio, quien es senador.

En parte, estas son buenas noticias. Significa que los fiscales, periodistas de investigación y otros continúan haciendo su trabajo; de hecho, muchos han sido inspirados y alentados por el trabajo de sus pares desde 2014. Pero también significa que existen problemas estructurales e incentivos que hacen que los grandes esquemas de corrupción continúen proliferando. Por ejemplo, las reformas al financiamiento de campañas y al cabildeo, que en realidad podrían abordar la crítica y problemática intersección entre el dinero y la política, han avanzado lentamente en la mayoría de los países (Chile es una excepción). Mientras tanto, algunos actores parecen creer que la ola anticorrupción es similar a una tormenta pasajera, y que simplemente pueden cerrar las escotillas y esperar a que pase antes de reanudar los negocios como de costumbre.

Hay un problema mayor: muchos latinoamericanos parecen estar interpretando todos estos escándalos como una señal de las fallas de la democracia, en lugar de sus fortalezas. Algunos todavía albergan la ilusión de que hubo menos corrupción bajo las dictaduras del siglo XX, cuando es evidente que en épocas anteriores la corrupción simplemente no fue descubierta ni procesada en la misma medida. Sea como sea, el daño es real: el 71% de los ciudadanos de la región dijeron a Latinobarómetro que no estaban satisfechos con la democracia, frente a un 51% en 2009. Sólo el 8% de los brasileños, y el 9% de los mexicanos, le dijeron  al Pew Research Center el año pasado que la democracia es una “muy buena” forma de gobierno —el más bajo de los 38 países encuestados. El estancamiento económico y el aumento de la violencia también han alimentado esta ira, por supuesto. Pero muchos temen que la consecuencia sea el surgimiento de nuevos líderes autoritarios; de hecho, hay señales de que esto ya está sucediendo.

Protestas en Brasilia incluyen un globo gigante de Moro como Superman. 

Conclusiones

El mayor riesgo para la campaña anticorrupción de América Latina es que termine como Mani Pulite, el escándalo de las “manos limpias” que sacudió a Italia a principios de los años noventa. Cientos de políticos fueron arrestados y casi la mitad del Congreso fue acusado, pero las prácticas fundamentales nunca cambiaron. Una década más tarde, la mayoría de los analistas concluyeron que la corrupción en Italia era tan terrible como antes; algunos estudios sugirieron que era peor. En otras palabras: no tuvo ningún sentido.

Considerando todas las rupturas políticas y económicas provocadas por Lava Jato y otras investigaciones similares, sería una pena que la historia se repitiera. Prácticamente todo el mundo reconoce que la corrupción es una de las principales razones por las cuales América Latina sigue siendo la región del mundo con la mayor brecha entre ricos y pobres. Priva a los gobiernos de los fondos que deberían utilizarse para la educación, la atención de la salud y la infraestructura. El famoso lamento del expresidente mexicano Ernesto Zedillo de que los tres principales desafíos de su país eran “el estado de derecho, el estado de derecho y el estado de derecho” sigue siendo cierto —y no sólo para México.

Sin embargo, para que esto se haga realidad, los defensores de la lucha contra la corrupción deben reconocer la gravedad de los errores recientes y el peligro que corre el movimiento. Los fiscales y jueces no están por encima de la ley; deben ser tratados con la misma severidad que las personas que investigan. De lo contrario, el público seguirá perdiendo la fe en el sistema judicial, lo que supondrá una oportunidad para que la clase política lo debilite aún más. Una encuesta realizada inmediatamente después de las filtraciones de Moro mostró que el 41% de los brasileños creían que las revelaciones dañaban la reputación de Lava Jato. Es tentador descartar este episodio como un hecho aislado; pero Brasil ha estado frecuentemente a la vanguardia de la historia anticorrupción, más adelante en el camino que sus pares. Es casi seguro que ocurrirán episodios similares en otros países.

Los recientes reveses también apuntan a la mayor necesidad de todas. En retrospectiva, convertir a los fiscales y otros funcionarios encargados de hacer cumplir la ley en “superhéroes” puede haber alimentado una peligrosa arrogancia —y un desprecio por las reglas y normas. Esta revista, y nuestra portada de 2016, jugaron un papel importante en ello, aunque no estábamos solos. En el futuro, la atención debe centrarse menos en las personas y más en temas como la creación de instituciones y la aprobación de reformas. De lo contrario, la justicia —y, en última instancia, la propia democracia— puede volver a retroceder. 

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Winter is the editor-in-chief of Americas Quarterly and a seasoned analyst of Latin American politics, with more than 20 years following the region’s ups and downs.

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Tags: Brasil, Iván Velásquez, Lava Jato, Sergio Moro, Thelma Aldana
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