AQ invitó a exfuncionarios de política exterior de los gobiernos de Trump y Biden a analizar cómo sería un eventual segundo gobierno. Los artículos se escribieron en junio. Leer el ensayo sobre Biden. | Read in English | Ler em português
En su última alocución sobre el Estado de la Unión el 4 de febrero de 2020, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pronunció el discurso más centrado en las Américas que haya hecho mandatario alguno de la era moderna. Lamentablemente, esos comentarios contrastan con los del Presidente Joe Biden, cuyo reciente, y quizás último, Estado de la Unión en 2024 no ofreció ni una sola referencia directa a América Latina y el Caribe.
En 2020, Trump celebró el éxito del nuevo Acuerdo EE.UU.-México-Canadá (USMCA, por sus siglas en inglés), un referente para los acuerdos comerciales del siglo XXI basado en los principios de equidad y reciprocidad, y en la protección de la propiedad intelectual. También alabó los “históricos acuerdos de cooperación (migratoria y de asilo) con los gobiernos de México, Honduras, El Salvador y Guatemala”, que habían contribuido a un descenso de 75% de las personas detenidas cruzando ilegalmente la frontera entre EE.UU. y México en los ocho meses previos.
Trump expresó su apoyo inequívoco a “las esperanzas de cubanos, nicaragüenses y venezolanos de restaurar la democracia”, y anunció cómo EE.UU. estaba “liderando una coalición diplomática de 59 países contra el dictador socialista de Venezuela, Nicolás Maduro.” Se trataba de la mayor coalición de naciones afines en apoyo de la democracia en la historia de América Latina. Mientras tanto, para sorpresa de todos, Trump dirigió la atención a una tribuna para destacar la presencia del entonces presidente Juan Guaidó, jefe de la Asamblea Nacional de Venezuela y su líder constitucional, quien fue recibido con el mayor aplauso bipartidista de la noche.
Y sólo estábamos empezando.
El núcleo del enfoque de Trump hacia América Latina y el Caribe fue el vínculo inextricable entre la seguridad nacional de EE.UU. y el crecimiento económico mutuo. En diciembre de 2019, aprobó la iniciativa América Crece, centrada en el diseño y la implementación de marcos de inversión en energía e infraestructura, que identificaría nuevos mercados, crearía una cartera tangible de acuerdos y aprovecharía el capital privado de EE.UU., mientras destetaban a los países de su dependencia de los multilaterales y las entidades estatales chinas. Un año después, casi la mitad de los países de la región habían firmado marcos de inversión de América Crece, mientras que el último acuerdo de la iniciativa “Franja y la Ruta” de China se firmó en 2019. Por primera vez en una década, EE.UU. ganó terreno y sacó a China de la región por un marcador de 15-0 -sin incluir dos marcos negociados que se dejaron listos para firmar- e identificó casi $174.000 millones en oportunidades de inversión.
Trump creía además que en el hemisferio occidental debía darse prioridad a la paz a través de la fuerza, ya que de ese modo se salvarían más vidas estadounidenses que en ningún otro lugar del mundo. Como ejemplo, el 1 de abril de 2020, anunció la operación militar más poderosa de EE.UU. en las Américas desde la década de 1980 para combatir el flujo de drogas ilegales y degradar las organizaciones criminales transnacionales a través de las costas del Caribe y el Pacífico Oriental. Sólo en los tres primeros meses de esta operación antinarcóticos, se realizaron más de 1.000 detenciones e interceptaron 120 toneladas métricas de estupefacientes.
Para ser justos, Biden no tenía mucho que decir sobre las Américas en su alocución del Estado de la Unión de 2024 debido a sus políticas erradas. Además, bajo su mandato, el mundo vuelve a estar consumido por crisis globales en Ucrania, Oriente Medio y el Mar de China Meridional. Los enemigos de EE.UU. en Rusia, China, Irán y Corea del Norte han aprovechado las distracciones y han unido sus fuerzas para diluir la capacidad de EE.UU. de responder a conflictos mundiales simultáneos.
En sus primeros 100 días de gobierno, Biden firmó 12 órdenes ejecutivas sobre inmigración y la frontera, 10 de las cuales eran reversiones directas de las exitosas políticas de Trump. Estas fueron anunciadas como una “nueva era” para la política de inmigración en la que Biden proclamó con orgullo: “No estoy haciendo nuevas leyes; estoy eliminando malas políticas.” Si el objetivo era eliminar los significativos descensos de cruces ilegales y la capacidad de salvaguardar nuestras fronteras, Biden superó todas las expectativas.
Durante el gobierno de Biden los cruces ilegales de la frontera han pulverizado todos los récords posibles.
Como era de esperarse, bajo el gobierno de Biden los cruces ilegales de la frontera han pulverizado todos los récords posibles. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EE.UU., desde el año fiscal 2021 hasta mayo de 2024 la Patrulla Fronteriza tuvo casi 10 millones de “encuentros” con inmigrantes que cruzaban ilegalmente la frontera. Esto se ha convertido en una crisis a gran escala, que afecta a países de todo el hemisferio, con importantes implicaciones para la seguridad, el terrorismo, el narcotráfico y el tráfico de personas, y la expansión regional de nuevas redes criminales, como el peligroso Tren de Aragua de Venezuela.
Mientras tanto, la piedra angular de la política latinoamericana del gobierno de Biden ha sido la normalización del régimen autoritario de Maduro en Venezuela, un paso similar al descuidado abandono de nuestros aliados en Afganistán. Comenzó marginando al líder de la Asamblea Nacional Guaidó y dejando a su esposa y a sus dos hijas pequeñas obligadas a huir a pie sin protección a través de la frontera con Colombia. Biden conmutó la pena de prisión en EE.UU., de los narcotraficantes de la familia de Maduro, e inexplicablemente indultó y permitió el regreso a Venezuela de su secuaz más hábil y apoderado con Irán. El destino de Venezuela se deja ahora en manos de un acuerdo fallido patrocinado por EE.UU. en Barbados y -una vez más- de unas elecciones de vergüenza con una oposición socavada desde el principio.
En Haití, la más reciente crisis cerca de nuestras costas, es el resultado de otra mala praxis política. Desde el asesinato en 2021 del presidente Jovenel Moïse, la crisis política y de seguridad se ha agravado a medida que bandas violentas se apoderan de Puerto Príncipe, destruyendo cualquier atisbo de institucionalidad y asesinando ahora a misioneros estadounidenses. En respuesta, el gobierno de Biden ha relegado la política a la retórica en apoyo de un proceso electoral provisional defectuoso y una fuerza de seguridad dirigida por Kenia que avivará aún más las tensiones. Está claro que se ha olvidado la reacción interna contra las fuerzas de seguridad foráneas tras el desastre liderado por oficiales nepalíes en 2010.
Y Nicaragua se ha convertido ahora en una dictadura totalitaria en toda regla, la única de la historia con un acuerdo de libre comercio con EE.UU.. La represión absoluta y el exilio forzoso de los líderes de la sociedad civil y del clero ponen de manifiesto la total impunidad de la que se beneficia el régimen de Daniel Ortega. Managua se ha convertido en el epicentro político de Rusia en las Américas y en un lucrativo puente aéreo para que más de un millón de haitianos, cubanos, chinos y africanos inicien su viaje ilegal por tierra hacia la frontera sur de Estados Unidos. Pensar que los malos actores no prestan atención al compromiso de EE.UU. en la región es un punto ciego para el gobierno de Biden. Mientras buscaba la normalización con Maduro, Ortega ajustó su libro de jugadas.
Por el contrario, el primer mandato de Trump creó un plan sobre cómo asegurar eficazmente nuestra frontera, abordar las crisis en la región empoderando a los aliados y combatir el narcotráfico y las organizaciones criminales transnacionales con un despliegue inteligente y estratégico de recursos. Además, sabía cómo contener eficazmente a nuestros enemigos, tanto en La Habana y Caracas como en Teherán y Beijing. Lo hicimos una vez y se puede volver a hacer. Sin embargo, donde el progreso acababa de cobrar impulso tras décadas de abandono, y donde aún abundan las oportunidades, es en las políticas de inversión y comercio que pueden hacer crecer mutuamente las economías de las Américas.
Desgraciadamente, el contrarianismo de la administración Biden ha convertido los principios fundamentales de América Crece en arte escénico, sacrificando a los aliados regionales y pregonando un diálogo interminable en lugar de acciones políticas firmes que apoyen el crecimiento económico. El refuerzo de los lazos económicos con EE.UU.
a través de la Alianza de las Américas para la Prosperidad Económica consiste más en oportunidades fotográficas y discursos, que en un escaso seguimiento de las inversiones estadounidenses. El cambio del gobierno de Biden de dar prioridad al nearshoring regional, al friend-shoring global ha garantizado aún más que los mayores beneficiarios de una desvinculación post-COVID de China sean países lejanos como Vietnam, India y Tailandia, en lugar de nuestros vecinos del sur en las Américas. Como resultado, el Congreso de EE.UU. ha buscado desesperadamente una corrección del rumbo a través de un marco legislativo integral con apoyo bipartidista llamado Ley de Comercio e Inversión de las Américas (Americas Act en inglés).
Tenemos que retomar el camino con iniciativas concretas, ya sea resucitando América Crece, o rebautizándola bajo una rúbrica nueva y actualizada. Estas prioridades políticas que podrían “hacer que las Américas crezca de nuevo” deberían tener tres principios generales.
1. La energía es nuestra ventaja comparativa
En 2019, EE.UU. se convirtió en exportador neto tanto de productos refinados del petróleo como de crudo. Ocho años antes, en 2011, el país se había convertido en exportador neto solo de productos refinados del petróleo. Estos avances dieron a la nación una importante influencia en su política exterior y eliminaron las dependencias de países tan lejanos como Oriente Medio y Rusia, y tan cercanos como Venezuela.
Sustituir el crudo pesado y sucio de Venezuela por gas natural licuado (GNL) limpio estadounidense, y construir la infraestructura de apoyo para su transporte, almacenamiento y conversión, fue el núcleo de los marcos de inversión en energía e infraestructuras de América Crece. Además, es bueno para el medio ambiente. El gas natural limpio es una de las principales razones por las que EE.UU.ha reducido sus emisiones más que ningún otro país del mundo. Incluso la Europa verde reconoce que el gas natural es sostenible.
A pesar de ello, el gobierno de Biden no sólo ha desechado América Crece, sino que ha añadido un insulto a la injuria al suspender en enero las aprobaciones del Departamento de Energía de los nuevos proyectos de exportación de GNL propuestos. Para agravar este paso en falso, el Departamento del Tesoro publicó previamente una directriz para oponerse a cualquier proyecto en instituciones financieras internacionales que apoyen directa o indirectamente la industria del petróleo y el gas. Esta (mala) orientación fue infamemente utilizada por el gobierno de Biden en 2021 para descartar el apoyo financiero a proyectos de instalaciones logísticas portuarias y costeras en Guyana, un aliado de EE.UU. que se ha convertido en la economía de más rápido crecimiento del mundo, y que recientemente ha superado la barrera de la pobreza.
Tenemos que retomar el camino con iniciativas concretas, ya sea resucitando América Crece, o rebautizándola bajo una rúbrica nueva y actualizada.
Irónicamente, mientras el gobierno de Biden castiga a Guyana, aliado de EE. UU., por su desarrollo de hidrocarburos, simultáneamente ha recompensado al vecino régimen de Maduro en Venezuela al suavizar las sanciones a su petrolera estatal, Petróleos de Venezuela (PDVSA), perdiendo una valiosa influencia política al hacer creer al gobierno -una vez más- que Estados Unidos necesita sus productos.
Aunque la mayoría asume (correctamente) que China es el mayor beneficiario de estos errores, otro gran ganador ha sido la Rusia de Vladimir Putin. El año pasado, Rusia superó sorprendentemente a EE.UU. como el mayor proveedor de combustible de Brasil. Las importaciones brasileñas de gasóleo ruso aumentaron 4.600%, mientras que las compras de fuel oil aumentaron casi 400%, lo que supuso un alivio de facto para Rusia de las sanciones superior a $8.600 millones. Si este ha sido el impacto en la mayor economía de América Latina, que además resulta ser un importante productor de petróleo y exportador neto, imagínense la susceptibilidad de las naciones más pequeñas.
2. Los países pequeños presentan grandes oportunidades
Por lo general, a los responsables políticos estadounidenses les ha costado centrarse en las oportunidades de América Latina y el Caribe más allá de los grandes países: Argentina, Brasil y México. Incluso cuando se ven obligados a pensar en las naciones más pequeñas, tienden a agruparlas en grupos subregionales, para que puedan “importar” más juntos. La misma lógica existe entre los inversores, quizá como consecuencia directa de los responsables políticos, que ha demostrado ser perezosa y contraproducente.
Ya sea como responsable político o como inversor, algunas de las mejores oportunidades -tanto para la política como para el rendimiento de las inversiones- se encuentran en los países más pequeños de la región. No sólo son las economías de más rápido crecimiento -por ejemplo, Guyana, Panamá, Paraguay, República Dominicana-, sino que están estratégicamente situadas y presentan una dinámica única que favorece nuestros intereses nacionales. Estos mercados superan a sus vecinos regionales debido a sus trayectorias de mayor crecimiento, al tiempo que presentan un menor riesgo relativo de inversión que Argentina, Brasil y México. Sin embargo, siguen estando muy descapitalizados y necesitan atraer a los inversores con operaciones oportunas.
Cabe señalar que algunos de los primeros éxitos de América Crece se produjeron en países más pequeños. En Panamá, el programa de inversión catalizó más de $2.000 millones en financiación para proyectos energéticos que incluían la conversión de gas en electricidad, carteras de minirredes y una licitación para una nueva línea de transmisión; en El Salvador, se comprometieron más de $1.000 millones para la primera terminal integrada de importación de GNL y la primera central eléctrica de gas del país; y en Ecuador, el programa garantizó $3.500 millones en una línea de financiación puente centrada en soluciones de capital privado para empresas estatales.
En cuanto a la política comercial, de manera similar a la exitosa terminación y renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA en inglés) durante el primer mandato de Trump, el próximo acuerdo comercial que debe ser terminado y reimaginado por completo es el Tratado de Libre Comercio de América Central (CAFTA en inglés). Esto tendría dos propósitos: Eliminaría el inmerecido acceso al mercado estadounidense que actualmente recibe la dictadura de Ortega en Nicaragua, y nos permitiría centrarnos en la ventaja comparativa y las oportunidades que presenta cada país de Centroamérica, en lugar del perpetuo agrupamiento y encasillamiento que frena su crecimiento. Al fin y al cabo, las estrechas líneas de producción del CAFTA no sirvieron para proteger el acceso a los mercados, ya que los inversores se trasladaron a China y Vietnam en busca de mano de obra y producción más baratas.
Afortunadamente, la Ley de las Américas busca recrear los esfuerzos que comenzamos en el primer gobierno de Trump en relación con nearshoring y reshoring, incluyendo incentivos financieros y fiscales, y un nuevo enfoque que ampliaría el acceso al USMCA y al Área de Preferencia Comercial de la Cuenca del Caribe (CBTPA). Propone una serie de criterios estrictos para permitir a los países más pequeños unirse a un mecanismo de acoplamiento dentro del USMCA. Gran parte de las conversaciones sobre este enfoque se han centrado en Costa Rica y Uruguay como primeros candidatos. Lamentablemente, aunque el liderazgo actual de Costa Rica merece un gran reconocimiento, la falta de visión de su presidenta, Laura Chinchilla, al perseguir y promulgar el segundo acuerdo de libre comercio de la región con China en 2010, puede obstaculizar el cumplimiento por parte de Costa Rica de la cláusula de “economías no de mercado” del USMCA. Es un error que repetió tiempo atrás el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso antes de dejar el cargo en 2023, y que su sucesor, Daniel Noboa, y el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou deberían tratar de evitar.
La legislación contempla además CBTPA como un paso temporal hasta que un país pueda cumplir los estrictos criterios de adhesión al USMCA. Esta disposición de emergencia también puede convertirse en una alternativa atractiva para los aliados regionales que no tienen acuerdos comerciales con EE.UU., incluido Paraguay, que es uno de los aliados más fuertes de la región. También es el único país de Suramérica que reconoce diplomáticamente a Taiwán, y que ha resistido las extraordinarias presiones y extorsiones de China.
3. Priorizar las agencias EE.UU. y las iniciativas bilaterales
La Ley de las Américas también prevé la creación de una Corporación de Inversión de las Américas (AIC en inglés), para proporcionar préstamos preferenciales, capital, líneas de crédito y seguros/reaseguros para inversiones que sean coherentes con los objetivos e intereses de la política exterior estadounidense en la región. Sería similar a una Corporación Financiera de Desarrollo (DFC en inglés) estadounidense independiente para las Américas. En última instancia, si se aprueba, la estructura final podría tomar varias iteraciones, pero lo más importante es que este enfoque bilateral es el camino a seguir. Es una inversión mucho mejor para los contribuyentes estadounidenses que cualquiera de las instituciones multilaterales, que carecen de agilidad, impacto, transparencia y responsabilidad.
Piensen en ello. América Latina y el Caribe tienen a sus órdenes: el mayor banco multilateral de desarrollo regional del mundo (el Banco Interamericano de Desarrollo, BID); el mayor banco subregional de desarrollo del mundo (el Banco de Desarrollo de América Latina y el Caribe, conocido como CAF); más otros tres bancos subregionales de desarrollo periféricos: el Banco Centroamericano de Desarrollo (BCIE), el Banco de Desarrollo del Caribe (BDC) y FONPLATA (el banco de desarrollo del Cono Sur). Añádase el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que tienen algunos de sus mayores carteras globales en la región. Sin embargo, a pesar de toda esta generosidad multilateral, sin parangón en ningún otro lugar del mundo, América Latina y el Caribe está muy rezagada y tiene el mayor déficit de financiación de infraestructuras del mundo, con más de $350.000 millones al año.
Algunas de las mejores oportunidades, tanto para las políticas como para el rendimiento de las inversiones, se encuentran en los países más pequeños de la región.
¿Por qué? Porque el capital privado, principalmente en forma de inversores estadounidenses, ha quedado excluido. Además, como estas burocracias multinacionales están intrínsecamente politizadas, con incentivos perversos y desalineados, instrumentos y culturas empresariales obsoletos y trámites burocráticos proteccionistas, sólo han conseguido perjudicar a los activos de todo el hemisferio. A costa de ampliar la inversión estadounidense en la región, los países siguen muleteando para acceder a préstamos de apoyo presupuestario subvencionados por los contribuyentes y a estructuras de deuda a largo plazo que no contribuyen a mejorar los climas de inversión ni a la expansión de sectores estratégicos.
Por lo tanto, el Congreso EE.UU. debería centrar su deber fiduciario para con los contribuyentes en las agencias estadounidenses, sobre las que tiene supervisión y responsabilidad directas. Pero no basta con aumentar la financiación para un DFC reforzado y más centrado en las Américas, o con crear un AIC independiente. Tiene que ir acompañado de funcionarios proactivos que comprendan la importancia estratégica de su trabajo para promover los intereses de la seguridad nacional.
Necesitamos desarrollar una nueva visión que cree una agencia basada en una misión, con los conocimientos y la experiencia de la banca de inversión, que complemente -no compita- con el buen trabajo de nuestros expertos en desarrollo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID en inglés). Para tener éxito, no puede haber funciones ni responsabilidades difusas. Además, el DFC debe ser estratégico en cuanto a su presencia global. ¿Por qué abrir una oficina del DFC en Brasil, la mayor economía de la región y miembro del G20? Esto refleja el persistente sesgo de las agencias hacia la fruta madura, en lugar de abrir la puerta a nuevos mercados subcapitalizados, donde pueden tener un gran impacto.
El DFC, o un futuro AIC, debe ser proactivo en el desarrollo de canalizaciones y más ágil en respuesta a las oportunidades de inversión en mercados más nuevos. Esto creará oportunidades e incentivos adicionales que pueden atraer a otros inversores. Es un marcado contraste con lo que se ha convertido en la norma para sacar dinero de la DFC: proporcionar fondos a los bancos locales de la región para préstamos temáticos, una práctica sacada directamente del manual multilateral. En última instancia, estos instrumentos sólo reducen el riesgo de los acaudalados propietarios de bancos latinoamericanos, los colman de dinero gratis, crean desventajas competitivas, desalientan a otros inversores y tienen un impacto insignificante.
Estos organismos estadounidenses también deben poder invertir en todos los países de la región, y no seguir limitados por los criterios del Banco Mundial. En la actualidad, el DFC se ve obstaculizado en países clave como Chile, Panamá, Uruguay, Barbados y Bahamas porque están etiquetados como de “renta alta”. Irónicamente, estos son también los países en los que China ha realizado algunas de las inversiones más importantes en activos estratégicos. La DFC debería poder realizar operaciones, basadas en los intereses de la política exterior estadounidense, en cualquier país del hemisferio amigo de Estados Unidos. Si el nombre de la DFC crea confusión, o sus criterios no pueden actualizarse, entonces creemos una AIC que pueda recuperar el tiempo y el terreno perdidos.
Ya es hora de que las agencias estadounidenses, junto con los inversionistas de EE.UU., se incorporen agresivamente a los acuerdos de alta calidad y capital intensivo que abundan en toda la región, sin ningún obstáculo autoimpuesto, para que juntos podamos hacer que América crezca nuevamente.
—
Claver-Carone es un inversor de capital privado radicado en Miami centrado en energía e infraestructura en las Américas. Fue alto funcionario del Tesoro y del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos en el gobierno del Presidente Donald Trump y fue presidente del Banco Interamericano de Desarrollo de 2020 a 2022.