Politics, Business & Culture in the Americas
What Lula Means for Latin America

Con Lula, Brasil puede asumir el liderazgo regional. ¿Lo hará?

Un peso pesado de la diplomacia vuelve a dirigir el país más grande de América Latina. Pero ejercer el liderazgo regional puede resultar más difícil de lo que Lula y otros creen.
El Presidente Luiz Inácio Lula da Silva durante visita a Portugal en abril.Zed Jameson/Bloomberg via Getty Images
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Este artículo ha sido adaptado del informe especial de AQ sobre Lula y América Latina | Read in English | Ler em português

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SÃO PAULO — “Brasil está de vuelta”, dijo el presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva a una multitud enardecida en la cumbre climática COP27 celebrada en Egipto en noviembre del año pasado. 

De hecho, durante sus primeros meses en el cargo, Lula se reunió o habló con numerosos líderes de todo el mundo y anunció viajes intercontinentales para casi todos los próximos meses, dando a entender que trataría de aumentar de forma significativa la presencia diplomática de Brasil y volver a comprometerse en una serie de asuntos que van desde la lucha contra la deforestación y el cambio climático hasta el fortalecimiento del multilateralismo y opinando—a veces de manera polémica—sobre la guerra en Ucrania. El renovado activismo global de Brasil va más allá de la diplomacia presidencial. Los miembros del gabinete están recorriendo el mundo de un lado a otro, tratando de presentar el nuevo Brasil. La ministra de Medio Ambiente, Marina Silva, ha adoptado de inmediato la diplomacia climática, habló en el Foro Económico Mundial de Davos y se reunió recientemente con el enviado estadounidense para el clima, John Kerry, mientras que el ministro de Asuntos Exteriores, Mauro Vieira, transmitió el mensaje de que Brasil quería desempeñar un papel más destacado en la reciente Conferencia de Seguridad de Múnich y en el Diálogo de Raisina de Delhi.

Sin embargo, la pregunta sigue en el aire: ¿Qué significa realmente el regreso de Lula para América Latina y para asuntos como la integración comercial regional, las relaciones de la región con Estados Unidos y China, los flujos de inversión y el papel general de América Latina en el mundo? A primera vista, en ningún lugar el relevo en Brasilia tendrá mayor repercusión que en los países vecinos de Brasil, una región que lleva años a la deriva, sin un líder dispuesto o capaz de marcar la agenda del debate regional, articular una visión o reclamar el papel de líder regional.

Existen numerosas razones que sugieren que el nuevo presidente de Brasil puede estar en una posición privilegiada para tomar las riendas y ejercer el liderazgo regional y tener un impacto tangible en los asuntos latinoamericanos. En primer lugar, en una región en la que todos los líderes elegidos de forma democrática son presidentes de primer mandato relativamente inexpertos, un reflejo de la fuerte ola de anticontinuismo que durante los últimos años ha echado al partido gobernante, Lula destaca por encima de los demás. Después de gobernar el país más grande de América Latina de 2003 a 2010, es el único peso pesado diplomático de la región y el líder político latinoamericano de mayor visibilidad mundial de su generación.

En segundo lugar, el presidente parece realmente interesado en estrechar lazos con los vecinos latinoamericanos de Brasil. La decisión de Lula de no asistir al Foro Económico Mundial de Davos y viajar a Buenos Aires para participar en la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) tuvo un fuerte componente simbólico. Reflejó un compromiso palpable para superar las profundas divisiones que habían surgido en los últimos años, dado que el ex presidente Jair Bolsonaro había hecho pocos esfuerzos para ocultar su aversión a la emergente oleada de líderes de izquierda. La inexistente relación personal de Bolsonaro con su homólogo argentino —los dos casi nunca hablaron— produjo la peor crisis en los lazos bilaterales entre los países más grandes de Sudamérica desde la década de 1980.

Lula goza de otra ventaja: su regreso al poder coincide con lo que varios analistas han denominado la “segunda marea rosa” de líderes de izquierda en toda América Latina, una región donde los avances importantes en la consolidación de la cooperación han dependido históricamente de la sintonía ideológica. Con prácticamente todos los grandes países latinoamericanos gobernados por izquierdistas, el nuevo presidente de Brasil parece tener, a primera vista, una rara oportunidad no sólo de restablecer el diálogo, sino también de tomar medidas más audaces para ayudar a la región a superar sus numerosos retos.

Además, en un mundo cada vez más turbulento marcado por el retorno de la política de las grandes potencias, Brasil sigue estando lejos de todos los grandes puntos de tensión geopolítica. América Latina es hoy la región con uno de los riesgos más bajos de guerra interestatal o tensiones geopolíticas a gran escala, lo que la hace atractiva para los inversionistas que buscan proteger sus carteras de posibles conmociones geopolíticas. Además, el cambio de las cadenas de suministro mundiales y los intentos de Washington de reducir su dependencia económica con respecto a China representan una oportunidad histórica para que Brasil, y América Latina en su conjunto, atraigan inversiones estadounidenses, conservando al mismo tiempo su atractivo para los inversionistas de otros lugares.  

Siempre y cuando Brasil consiga reducir significativamente la tasa de deforestación —lo cual sin duda es un condicional—, Lula dispondrá de un amplio margen para proyectar a Brasil como parte de la solución, y no del problema, a uno de los retos más urgentes del mundo. La influencia diplomática de Lula también podría aumentar fácilmente en otros ámbitos, ayudando a Brasil a recuperar la posición mundial que alcanzó a finales de la década de 2000. Por último, Brasil sigue siendo uno de los pocos países del mundo que parece, al menos en teoría, capaz de predicar con el ejemplo de la no alineación: ningún otro país es a la vez miembro de los BRICS y del G20, al tiempo que da pasos significativos hacia su adhesión a la OCDE. Aunque la ambición del gobierno brasileño de desempeñar un papel mediador en la guerra de Ucrania parece poco realista—y sus comentarios sobre el asunto durante una visita a China no fueron bien recibidos ni en Europa ni en los Estados Unidos—proporciona al gobierno de Lula un lugar en muchas mesas diferentes.


Principales retos

Sin embargo, aunque el Brasil de Lula indudablemente goza de ventajas diplomáticas que le proporcionan una mayor proyección en América Latina, el país también se enfrenta a una serie de obstáculos significativos que dificultan el desempeño de un papel internacional más visible.

Destacan cinco cuestiones.

En primer lugar, al igual que muchos otros países latinoamericanos, la política interna de Brasil sigue siendo frágil y está extremadamente polarizada tras las elecciones de 2022, las más reñidas de la historia de la democracia moderna del país. Las previsiones de crecimiento económico para 2023 son desalentadoras y oscilan entre el 0.2% y el 1.2%, muy lejos de las cifras necesarias para garantizar una estabilidad política. La decisión de Lula de criticar al gobernador del Banco Central, Roberto Campos Neto, por mantener las tasas de interés muy altas refleja la percepción del gobierno de que es probable que la paciencia de muchos votantes se agote mucho antes de que la economía se recupere, lo que requiere un chivo expiatorio y una narrativa que culpe a alguien que no sea Lula de lo que casi inevitablemente luce como un desempeño económico mediocre durante el primer año de gobierno del presidente.

Aunque predecir la agitación política es difícil, es probable que los índices de aprobación de Lula caigan hacia finales de año, sobre todo si las perspectivas para 2024 siguen siendo pesimistas: actualmente, el FMI prevé un escaso crecimiento del 1.5% para Brasil durante el próximo año. El PIB per cápita en 2022 es prácticamente el mismo que en 2011, lo que hace que los últimos 10 años sean mucho peores que la “década perdida” de los años ochenta. Aunque ni siquiera un crecimiento económico sólido puede garantizar la estabilidad política —como demuestran la ola de protestas de 2019 en Chile y la actual crisis política en Perú—, su ausencia eleva significativamente el riesgo de inestabilidad interna, lo que suele dificultar una política exterior ambiciosa. La promesa de Lula de que “Brasil está de vuelta” a la escena mundial sólo es sostenible a mediano plazo si el gobierno logra sacar al país del estancamiento económico en el que lleva una década, el cual obligó a todos los presidentes brasileños desde 2013 a enfrentar el espectro de la destitución. La fuerza de la oposición también explica por qué es muy poco probable que Lula impulse un enfoque más moderno respecto a la lucha contra el narcotráfico, como se ha visto en Uruguay, que ha legalizado el cannabis y ahora exporta legalmente este producto a Estados Unidos. Los gobernadores conservadores de los estados se asegurarán de que continúe el enfoque de mano dura de Brasil, lo que garantiza una gran población carcelaria, una gran ayuda para los cárteles que necesitan reclutar continuamente a jóvenes vulnerables. A diferencia de Uruguay o, más recientemente, Colombia, es poco probable que Brasil se sitúe a la vanguardia del debate sobre el replanteamiento de la guerra contra las drogas.

En segundo lugar, aunque la nueva marea rosa sin duda facilitó la búsqueda de Lula por normalizar su relación con otros líderes latinoamericanos —lo cual en buena medida ya ha conseguido desde que regresó al poder—, las diferencias entre los líderes de izquierda y sus visiones sobre los asuntos de América Latina son profundas. Mientras que líderes como el nicaragüense Ortega y el venezolano Maduro son conservadores en lo social, con tendencias mesiánicas y antecedentes autoritarios, el chileno Gabriel Boric es un socialdemócrata y progresista al estilo europeo, una diferencia que previsiblemente ha provocado tensiones entre Santiago, Managua y Caracas. Sería difícil imaginar que Boric y el mexicano López Obrador, por ejemplo, coincidieran en materia de integración regional, independientemente del tipo de narrativa que Lula pretenda promover. Además, la duración de la segunda marea rosa será mucho más corta que la de la década de 2000. De hecho, lo más probable es que a finales de 2023 en Argentina llegue al poder un gobierno de centro-derecha o de extrema derecha, lo que podría limitar el margen para profundizar los lazos bilaterales.

En tercer lugar, aunque el gobierno brasileño nunca reivindicaría explícitamente ser un líder regional, no hay duda de que parte de su pretensión de sentarse a la mesa de los poderosos—ya sea en los BRICS, en el G20 o en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde el país sigue buscando una representación permanente—reside en su capacidad para representar a su región. Sin embargo, curiosamente, mientras que el papel más asertivo de Brasil es acogido con satisfacción casi unánime en todo el mundo—a pesar de las tensiones recientes entre Brasil y la OTAN después de que Lula insistió que el Occidente incentivaba la continuación de la guerra—en América Latina sus ambiciones de liderazgo suelen ser recibidas mucho más fríamente. Aunque la mayoría de los gobiernos latinoamericanos se alegran de la partida de Bolsonaro, muchos recuerdan la política regional de Lula en la década de 2000 como algo irritante. Otros se quejaban de que, en aquel entonces, tanto Lula como su ministro de Asuntos Exteriores, Celso Amorim, se sentían más cómodos en la escena mundial que cuando trataban de abordar cuestiones regionales, como la larga disputa entre Uruguay y Argentina por una planta de celulosa iniciada en 2005, cuando Brasil tenía una postura notablemente distante. Los antiguos funcionarios colombianos que trataron con el gobierno de Lula en la década de 2000 apenas ocultan sus críticas a la resistencia de Brasil a desempeñar un papel de mayor apoyo en la lucha de Colombia contra la insurgencia de las FARC; por ejemplo, impidiendo que los combatientes de las FARC utilizaran territorio brasileño para evadir a los soldados colombianos. En América Central y el Caribe, la influencia de Brasil es tan limitada que su capacidad para asumir un papel de liderazgo a la hora de abordar los principales retos de la región —como el crimen organizado y la migración— es escasa.

En cuarto lugar, el margen para un cambio más amplio o para una integración regional más profunda sigue siendo mucho más limitado que cuando Lula fue presidente por primera vez. A decir verdad, la desintegración regional ha sido la tendencia económica más dominante en América Latina a lo largo de la última década. El declive de la industria manufacturera, la creciente falta de complementariedad económica, el auge de China y la creciente dependencia de América Latina con respecto a las exportaciones de materias primas explican por qué el comercio regional es hoy mucho menos importante que en el pasado. En 2021, las exportaciones intrarregionales sólo representaban el 13% de las exportaciones totales de los países latinoamericanos, frente al más del 20% registrado a finales de la década de 2000. La creciente impaciencia de Uruguay hacia el Mercosur y la voluntad de Montevideo de negociar un acuerdo comercial con China son un reflejo de esta tendencia estructural que Lula no podrá modificar. Mientras que en la década de 2000 las grandes empresas constructoras de Brasil abogaban por una mayor integración regional —con la vista puesta en contratos públicos a gran escala en países como Venezuela y Perú—, en la actualidad los líderes de la economía brasileña, sobre todo de la agroindustria, están menos interesados en el asunto.

Este cambio se hizo particularmente evidente tras la victoria de Bolsonaro en 2018, cuando el ministro de Economía entrante, Paulo Guedes, habló despectivamente sobre el Mercosur en una entrevista y lo calificó de prescindible. Veinte años antes, tal comentario habría causado alarma entre los CEO brasileños, pero esta vez, las críticas más estridentes vinieron de diplomáticos de la época de 1990 ya jubilados que carecen de poder político. En un entorno político difícil, en el que elegir las batallas adecuadas es crucial, Lula puede pensárselo dos veces antes de abordar una cuestión que parece estar perdiendo relevancia política en el debate nacional brasileño. En ningún momento de las últimas décadas América Latina ha sido menos relevante desde el punto de vista económico para Brasil de lo que lo es hoy, y si las tendencias mundiales actuales constituyen algún tipo de indicador, la dependencia de Brasil de socios económicos situados fuera de América Latina no hará sino aumentar. Esta tendencia se verá agravada por la tendencia de larga duración (y probablemente irreversible) hacia la desindustrialización de Brasil, que hace que la región —que compraba a Brasil muchos bienes de valor agregado— pierda relevancia.

En quinto lugar, el número de crisis políticas existentes en toda América Latina sigue dificultando algo tan sencillo como una cumbre regional con la presencia de todos los jefes de Estado, como puso de manifiesto la reciente cumbre de la CELAC celebrada en Buenos Aires. Tres jefes de Estado que controlan las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en sus respectivos países —el venezolano Nicolás Maduro, el salvadoreño Nayib Bukele y el nicaragüense Daniel Ortega— no se molestaron en presentarse. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, anfitrión de la anterior cumbre de la CELAC, también decidió no viajar a Argentina.

En comparación con el establecimiento de un notable marco normativo en toda América Latina para salvaguardar la democracia realizado durante la década de 1990 y principios de los 2000 ——como la Carta Democrática Interamericana, firmada en 2001—, hoy en día pocos presidentes de la región están dispuestos a criticar las violaciones internas cometidas por otros gobiernos, a menos que ello les ayude a movilizar a sus partidarios dentro de sus propios países. Según el Índice de Democracia de The Economist Intelligence Unit, la región registró la mayor recesión democrática de todas en los últimos 20 años. Una de las causas fundamentales es, sin duda, que numerosas economías latinoamericanas llevan años rezagadas con respecto a otros mercados emergentes. Varios indicadores económicos fundamentales, como los niveles de pobreza y desigualdad, son ahora peores que hace una década, lo que ha provocado una inversión de las expectativas generadas durante el auge de las materias primas y ha elevado el riesgo de que se produzcan convulsiones políticas.

Además de las protestas a gran escala y la grave inestabilidad política que vive Perú, una crisis política se ha apoderado de su vecino Ecuador. Parece improbable que Haití salga de una convulsión política ininterrumpida, y la represión en los regímenes no democráticos de Venezuela, Cuba y Nicaragua no muestra indicios de que vaya a disminuir. Ante tal complicado conjunto de problemas, la capacidad de Lula para ejercer el liderazgo regional está destinada a ser limitada. Para colmo de males, Lula está constreñido por el ala izquierdista de su partido, que se posiciona tan rotundamente del lado de los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Venezuela que la diplomacia brasileña, por miedo a enfrentarse a los más fieles seguidores del Partido de los Trabajadores, ha optado por mantenerse al margen del debate sobre las crisis de los tres países. Es una señal poco alentadora para quienes esperaban que Lula se convertiría en el personaje que establecería la agenda de los asuntos regionales.


El legado de Lula en materia de política exterior

Nada de esto significa que el regreso de Lula vaya a tener pocas consecuencias para América Latina, sino todo lo contrario. Independientemente de que se esté de acuerdo o no con las opiniones del presidente brasileño en materia de política exterior, no cabe duda de que la visibilidad de América Latina en los debates geopolíticos aumentará notablemente en los próximos años. En algunos casos, se trata de una buena noticia: sin América Latina en la mesa, el debate global sobre cómo combatir la deforestación y el cambio climático no puede avanzar.

Sin embargo, los observadores internacionales tienden a pasar por alto los formidables desafíos a los que se enfrenta Lula tanto internamente como en la región: una fuerte polarización, un bajo crecimiento económico y el espectro de la caída de los índices de aprobación van a limitar el tiempo y la energía que el presidente puede dedicar a la integración regional.

Además, con las personas influyentes de Brasil cada vez menos interesadas en los asuntos regionales, y un gobierno consciente de que debe elegir sabiamente sus batallas, es probable que el legado en materia de política exterior del tercer mandato de Lula tenga menos que ver con América Latina y más con renovar el compromiso en términos generales tras los años de Bolsonaro. Esto significa, en concreto, una posible ratificación del acuerdo comercial con la Unión Europea, un posible acuerdo comercial con China y la emergencia de Brasil como superpotencia climática mundial, pero quizá no la vuelta a la embriagadora conversación sobre una América Latina más unificada y dominante.

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Reading Time: 11 minutesStuenkel is a contributing columnist for Americas Quarterly and Visiting Scholar at the Carnegie Endowment for International Peace in Washington. He teaches International Relations at the Getulio Vargas Foundation in São Paulo.

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Tags: Brazil, economic growth, foreign policy, Lula, regional integration
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