En agosto de 2010, Andrés Izarra, ex ministro de Comunicaciones de Venezuela, explotó en carcajadas durante una entrevista con CNN mientras escuchaba el balance de homicidios que ofrecía el director de una ONG local. El funcionario–cuya esposa había sido asaltada y resguardada por sus escoltas apenas un año antes–golpeaba el escritorio para reforzar cuan absurdos eran los análisis del Observatorio Venezolano de la Violencia, organización que, en medio del silencio gubernamental, ha ganado su espacio ofreciendo estadísticas de homicidios en el país.
La inseguridad se convirtió en la principal preocupación de los venezolanos hace años. Si algo demostró la violencia es su cualidad democrática: aunque las clases media y baja tienen mayor tendencia a engrosar las estadísticas por contar con menos recursos para protegerse, casos como el robo al presidente del Banco Central de Venezuela, Nelson Merentes, o la onda de secuestros a diplomáticos que se produjo entre 2011 y 2012 dejaron claro que nadie se escapa del problema.
La semana pasada, la noticia del asesinato de la ex Miss Venezuela, Mónica Spear, y de su marido británico Thomas Berry, le dio la vuelta al mundo. La modelo de apenas 29 años murió junto a su pareja en una carretera venezolana a pocos kilómetros de la capital, en medio de un robo de esos que ocurren todo el tiempo en el país. Su hija de cinco años vivió para contarla. La familia estaba de vacaciones.
La conmoción nacional e internacional que causaron las fotos de la reina de belleza obligó al Gobierno a pronunciarse. El presidente Nicolás Maduro lamentó los decesos y garantizó que la seguridad era una de las prioridades de la gestión revolucionaria. Ningún funcionario emuló las carcajadas que Izarra dió tres años antes hablando sobre la violencia. Todos se sumaron al discurso del mandatario, y anunciaron estar dispuestos a dar la guerra contra el crimen, como si ésta fuese una revelación en Caracas, que es la tercera ciudad más violenta de la región.El mismo día que Spear y Berry murieron, otras siete personas fueron asesinadas en diferentes circunstancias y lugares, según reportó la prensa venezolana. El ministro de Interior y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, no mencionó a estos casos, y en cambio informó detalladamente como habían sido rastreados y detenidos, en menos de siete días, los miembros de la banda de delincuentes que mató a la actriz y a su pareja. Varios tenían antecedentes penales. La zona en donde ocurrió el doble asesinato había ganado fama por ser escenario de robos. El esquema de los delincuentes era arrojar objetos a la carretera esperando que los viajeros se accidentaran y pudieran ser sometidos. Spear y Berry no eran los primeros en caer en el área.
En 1999, cuando Hugo Chávez asumió la presidencia, Venezuela ya registraba una tasa de homicidios alta: en promedio 25 por cada 100 mil habitantes, pero en los 15 años siguientes la cifra se triplicó. Según el balance del Observatorio para la Violencia, en 2013 se produjeron 24.763 homicidios, arrojando una proporción de 79 por cada 100 mil habitantes. El número contrasta con el ofrecido por el Despacho de Justicia quien afirmó que el año cerró con 39 homicidios por cada 100 mil habitantes, correspondiente a poco más de 16 mil decesos. Fue la segunda vez en diez años que el Gobierno reveló cifras en este tópico.
Durante años, la gestión de Hugo Chávez desestimó las denuncias sobre el aumento de la inseguridad. Sus partidarios desmeritaron los reclamos argumentando que apenas se trataba de una campaña política o una mera “sensación de inseguridad”. Ante la inexistencia de medidas reales para enfrentar la crisis que se extendía a través de los sistemas de seguridad civil, judicial y penitenciario, el Gobierno optó por silenciar a la prensa en materia de sucesos, ocultar la información oficial sobre la violencia y crear nuevas fuerzas policiales que en poco tiempo se veían inmersas en antiguos problemas.
Mientras el Ejecutivo evitaba el debate, las calles se fueron llenado de armas ilegales, y las casas, de rejas y protecciones. La sociedad venezolana fue transformando su cotidianidad en función de disminuir factores de riesgo. Los venezolanos abandonaron las calles de noche, llevan carros con vidrios ahumados, no usan teléfonos o aparatos electrónicos en espacios abiertos, prefieren cheques a dinero en efectivo y se encierran a siete llaves cada vez que llegan a casa. Algunas compañías y comunidades extranjeras pagan servicios policiales privados de protección. En cuanto a los restaurantes y bares, estos están optando por detectores de metales y por cerrar sus puertas más temprano.
En la última década, varios casos conmocionaron al país, pero poco o nada se hizo en materia de seguridad. La notoriedad de Spear obligó a Maduro a reaccionar, y en menos de una semana cambió parte del tren ministerial, destituyó la directiva de la recién creada Policía Nacional y prometió una nueva misión gubernamental.
Los enérgicos pronunciamientos parecen insuficientes para un país que vive en un toque de queda tácito. Eso sin contar las otras aristas de la crisis: las cárceles venezolanas están al triple de su capacidad, y el retardo procesal y la impunidad son las constantes del sistema judicial nacional. Y es que la inseguridad adquirió un tamaño colosal en Venezuela: dividida entre victimarios y víctimas, la sociedad entera pierde.