En los primeros días de su presidencia, Carlos Salinas de Gortari dio un golpe espectacular al conseguir la encarcelación del entonces todopoderoso líder del sindicato de los trabajadores petroleros, Joaquín Hernández Galicia, conocido como “La Quina”, a quien se acusó de diversos delitos del orden federal. Al asunto se le llamó popularmente “el quinazo”. Sin embargo, por todos era sabido que el líder sindical había apoyado abiertamente a Cuauhtémoc Cárdenas en las elecciones de 1988, por lo que se comenzó a especular sobre un posible ajuste de cuentas entre el presidente emanado del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y la disidencia sindical, pues debe recordarse que hasta ese momento la mayor parte de los sindicatos—incluyendo al petrolero—estaban subordinados a la voluntad presidencial.
Por otro lado, era sabido que Hernández Galicia desviaba dinero del sindicato a su cuenta personal y a las de sus allegados, que había ordenado la muerte de varios trabajadores petroleros que se habían opuesto a su liderazgo y que había cometido otros delitos más, por lo que su detención se percibió como un acto de justicia y de combate a la corrupción. Buena parte de la población lo vio entonces como el comienzo del fin de la impunidad. Pero no fue así. Después de “La Quina” no se detuvo a nadie más, a pesar de los múltiples señalamientos que existían contra diversos miembros de la clase política y sindical.
Años después, en el comienzo del sexenio de Ernesto Zedillo Ponce de León, se encarceló al hermano del expresidente Salinas, Raúl Salinas de Gortari, acusado de lavado de dinero y otros delitos más. Una vez más se manejó el asunto como el inicio formal del combate a la corrupción gubernamental, y como siempre, se dijo que no se iban a permitir actos delictivos de ningún tipo, sin importar quién los cometiera. Y una vez más, esto no ocurrió.
Ahora, tanto “La Quina” como Raúl Salinas están libres, exonerados por un juez. Es decir, se les declaró inocentes. Pero el 27 de febrero de 2013 nos despertamos con la noticia de que la Procuraduría General de la República había detenido a Elba Esther Gordillo, dirigente nacional de los maestros, acusada de diversos delitos como fraude y lavado de dinero. Una vez más, se habla en el ámbito gubernamental de combate directo a la corrupción, de cero tolerancia para con los funcionarios públicos y de fin de la impunidad. “El nuevo PRI no tolerará a los corruptos”, han dicho sus dirigentes.
Pero todo mundo sabe que en 2006, tras renunciar al PRI, la lideresa magisterial apoyó al entonces candidato del Partido de Acción Nacional (PAN) a la presidencia, Felipe Calderón Hinojosa, y que incluso convenció a varios gobernadores priistas de que hicieran lo mismo, por lo que una vez más nos enfrentamos a un posible ajuste de cuentas.
Nadie niega que Elba Esther Gordillo sea culpable de todo lo que se le acusa desde hace treinta años. Nadie niega que su encarcelamiento sea un acto de justicia, pero si el gobierno realmente quiere mandar una señal positiva a los mexicanos, una señal de que realmente los tiempos han cambiado, debe proseguir con el encarcelamiento de otros líderes sindicales y de muchos funcionarios y exfuncionarios del gobierno—de todos los partidos—que siguen navegando en la impunidad a pesar de los múltiples señalamientos en su contra. Así podrá conseguir Peña Nieto la legitimidad que tanto busca, pues el combate a la corrupción gubernamental es uno de los asuntos que más interesan, hoy por hoy, a los mexicanos.