En los últimos años, se ha presentado en México un fenómeno social muy preocupante. En muchas de las regiones azotadas por la violencia del crimen organizado, las poblaciones se han unido para crear las llamadas “policías comunitarias”—grupos de autodefensa civil integrados por vecinos de las mismas comunidades que se dedican a realizar las labores de vigilancia y combate al crimen organizado que las autoridades responsables han dejado de hacer. Éste fenómeno se ha presentado principalmente en los estados de Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Morelos y ha provocado más de un enfrentamiento con los gobiernos estatales y municipales, así como con los cuerpos de policía oficiales.
El general Óscar Naranjo Trujillo, colombiano que funge como asesor externo de Enrique Peña Nieto para asuntos de seguridad, ha dicho últimamente que el Estado debe asegurar el monopolio de la aplicación de la justicia y el monopolio legítimo del uso de la fuerza. Según él, “cuando a una autodefensa se le empieza a llamar policía, se produce una distorsión que realmente, lejos de invocar el deber ser, destruye el deber ser y es imaginario.”
Indudablemente, en condiciones normales, el Estado es el único que debe ostentar el monopolio del uso de la fuerza y la aplicación de la justicia. Eso ocurre en cualquier país medianamente civilizado. Sin embargo, el problema en México es mucho más complejo que eso.El deterioro de las corporaciones policíacas, cooptadas casi en su totalidad por los grupos del crimen organizado (lo que se puede comprobar con una revisión diaria de las noticias nacionales, pues no hay día en que no se vincule a algún policía con alguna banda delictiva), así como la frecuente ineficiencia en la aplicación de la justicia por parte de los jueces (algunas veces por corrupción, otras por miedo a las represalias), han orillado a la sociedad civil a buscar su protección por otros medios.
Ya desde principios de la década de 1990 habíamos visto con preocupación cómo empezaban a darse con relativa frecuencia en poblaciones pequeñas casos de linchamientos de presuntos delincuentes—a quienes las autoridades dejaban en libertad a pesar de haber sido detenidos infraganti. El problema subió de nivel en los primeros años del presente siglo cuando ocurrió en la ciudad de México el sonado caso del linchamiento de unos policías federales en la Delegación Tlahuac, a quienes los pobladores quemaron vivos acusándolos de querer secuestrar a unas estudiantes de secundaria. El caso provocó la renuncia del entonces secretario de seguridad pública de la capital, Marcelo Ebrard.
Ahora, vemos con mayor frecuencia el caso de poblados que se quedan sin policías debido a que éstos renuncian a su trabajo por miedo a ser asesinados por integrantes del crimen organizado. Ante esa situación, ¿qué se espera que hagan los ciudadanos?
Es indudable que los mexicanos ya no confían en las autoridades para obtener protección, una de las funciones primordiales de cualquier Estado, y por ende se ven orillados a protegerse ellos mismos. Mientras no ponga fin al flagelo de la corrupción en los organismos encargados de administrar la justicia, el gobierno no puede esperar que los ciudadanos sigan sufriendo estoicamente los abusos del crimen organizado. Quizá el caso más impactante sea el de la ciudad de Cherán, en Michoacán, que permaneció prácticamente cercada por varios meses por grupos de narcotraficantes, hasta que sus pobladores, hartos de ver que las autoridades no reaccionaban, decidieron defenderse ellos mismos a través de la creación de una policía comunitaria.
Sin embargo, aunque las policías comunitarias tienen una razón poderosa para existir en las condiciones actuales de violencia generalizada en todo el país, es indudable también que actúan al margen de la ley y que en algunas ocasiones han caído en los mismos abusos y malas prácticas de que se acusa a la policía oficial. El peligro más grave es que se conviertan en una especie de “guardias blancas” o en grupos paramilitares.
En los casos de Guerrero y Michoacán, la fuerza de las policías comunitarias es tal que han obligado a los respectivos gobernadores a reconocerlas como tales y a procurar trabajar en conjunto con ellas—lo que no ha evitado, sin embargo, choques violentos entre las corporaciones civiles y las oficiales, pues las primeras no sólo combaten a los delincuentes, sino que también han capturado y entregado a la justicia a muchos policías corruptos.
Esperemos que el Estado reaccione y reasuma su función de protector de los ciudadanos, creando una policía eficaz que cumpla con dignidad su deber.