Cuando se considera a una persona como posible responsable de un delito en un procedimiento judicial, el fiscal puede solicitar su detención provisional, esto es, que vaya a prisión hasta que se le juzgue y decida que es culpable—o que no lo es. Ni el señalamiento que haga la policía, ni siquiera la acusación que formule el fiscal hace culpable a una persona. Sólo es culpable cuando una sentencia judicial lo declare.
Excepcionalmente, el juez puede enviar a prisión a quien todavía no ha sido declarado culpable cuando haya peligro de que se fugue o cuando, al estar en libertad, pueda interferir en el proceso, destruyendo pruebas o amenazando testigos. Pero el juez puede dictar otras medidas: obligarlo a comparecer periódicamente ante el juzgado, cumplir detención domiciliaria, usar un grillete electrónico o impedirle que cambie de domicilio o salga del país.
Las normas internacionales así lo establecen y la mayoría de las leyes de procedimiento latinoamericanas así lo disponen. Pero, en los hechos, las cosas no son así y, en parte debido a esto, nuestras prisiones están superpobladas y amenazadas permanentemente por motines sangrientos a punto de estallar.
Lo que ocurre en nuestros países es que se envía a prisión a toda persona a quien la policía y el fiscal señalan como responsable de un delito por el que, de ser condenada, sufrirá pena de prisión efectiva. El monto de la pena por la que se debe ir ineludiblemente a la cárcel usualmente consiste en tres o cuatro años. Si al encausado se le procesa por robo con violencia—que tiene como mínimo de pena seis años de prisión—es probable que, apenas se inicie el procedimiento, el fiscal pida prisión preventiva (PP) para él y el juez así lo decrete. Si al final del juicio se le declara o no culpable sólo preocupa a quien estará detenido durante años, en espera del juicio, sabiendo que no es culpable.
En nuestros aparatos de justicia se ha hecho costumbre enviar a prisión a gente que, en la investigación previa al juicio, son señaladas como culpables. ¿Por qué fiscales y jueces han convertido la PP en una pena anticipada que se impone incluso a quien no es culpable? La Fundación para el Debido Proceso acaba de concluir un estudio en cuatro países (Argentina, Colombia, Ecuador y Perú) para responder a esa pregunta. El hallazgo de estos trabajos es que, en un alto número de casos, la PP se impone en respuesta a presiones actuantes sobre fiscal y juez, las cuales les impiden actuar imparcialmente, en uso de la independencia propia del cargo.
De un lado, un clima alienta la utilización amplia de la PP. De otro lado, diversas prácticas operan como formas de discriminación en perjuicio de los más vulnerables y como privilegio a favor de quienes tienen acceso a buenos abogados y contactos eficientes.
Una atmósfera ciudadana estima “natural” que quien es señalado como culpable por la policía, lo es realmente. En esa atmósfera actúan los políticos que, desde gobierno u oposición, descargan en la justicia su propia responsabilidad en el incremento del delito y exigen a los jueces “mano dura” para castigar a quien caiga en manos de la maquinaria judicial.
Las cúpulas de las instituciones del sistema de justicia participan en generar y mantener ese clima. Declaraciones del presidente de la corte suprema, el fiscal general o sus voceros participan frecuentemente de los reclamos de una “aplicación estricta” de la ley en la que parece no haber lugar para algo distinto a la imposición de la PP.
Por su parte, los medios de comunicación cumplen un doble papel. Primero, reproducen y multiplican el discurso de las autoridades que proclaman la necesidad de una aplicación vasta de la PP. Segundo, generan, tanto en el manejo de la información como mediante artículos de opinión, elementos para alimentar la misma postulación.
Jueces y fiscales son sensibles a este clima que en América Latina alienta un uso amplio de la PP. Es un clima que recorta la independencia de los operadores, al generarles temor a ser señalados y cuestionados públicamente debido al uso de una medida alternativa a la de PP, especialmente en los procesos de repercusión pública. Pueden encontrar que lo más aconsejable—para sus propios intereses—es hacer lo que se espera de ellos, aunque nadie se los haya pedido expresamente. En el estudio hecho en cuatro países se comprobó la existencia de cierto número de procesos disciplinarios abiertos contra jueces debido a no haber aplicado la PP. En cambio no se halló un solo proceso abierto por haberla aplicado indebida o arbitrariamente.
Un uso extendido de la PP—contrario a aquello que tanto las normas internas como los instrumentos internacionales de derechos humanos establecen—es pues promovido desde el nivel de las autoridades, propagado por los medios de comunicación y recibido con cierta complacencia por una porción de los propios operadores del sistema. Además, tal uso recibe cierto respaldo popular debido a que en la percepción social el sistema de justicia está bajo sospecha; se sabe que los juicios son largos, que su transcurso es azaroso y su resultado, incierto.
La PP es vista entonces como una pena aplicada a cuenta. Ante el riesgo de que finalmente no se condene a nadie, parece consolar que por lo menos alguien reciba ese adelanto de sanción. En definitiva, que esa persona no sea culpable es algo que se anticipa difícil de determinar, dadas las limitaciones, sesgos e ineficiencias del sistema.
Estos factores hacen del uso amplio de la PP una política pública no explícita según la cual los operadores del sistema de justicia trabajan dentro de un clima falto de independencia, que desaconseja utilizarla como medida excepcional o último recurso, y están sujetos a presiones, en casos específicos, que conducen a un manejo arbitrario de esta medida. El resultado incluye no sólo una población carcelaria que desborda las prisiones haciéndolas cada vez más inestables y peligrosas, sino también contribuye a que dentro de esa masa de presos sin condena que habitan nuestras cárceles hay un número indeterminado de inocentes.