LIMA – Cuando el presidente Iván Duque anunció que Colombia otorgaría protección complementaria y estatus legal durante una década a los aproximadamente 1.7 millones de migrantes y refugiados venezolanos en el país, la respuesta internacional fue rápida y positiva. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, calificó la sorpresiva decisión del 9 de febrero como “histórica” y dijo que era uno de los “gestos humanitarios más importantes” de la región en décadas. “Esta decisión salvará vidas”, dijo el ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.
Los gobiernos vecinos deberían prestar atención. La medida es audaz y notable, dado que Colombia alberga la mayor cantidad de migrantes venezolanos en el mundo. Podría sentar un precedente para el liderazgo en países vecinos donde los esfuerzos por regularizar a los venezolanos han sido desiguales o están amenazados. La buena voluntad de Colombia también ofrece una alternativa frente al aumento de la xenofobia, como se evidencia, por ejemplo, en recientes propuestas de ley en Perú, la militarización de las fronteras entre Ecuador, Perú y Chile, y la retórica de figuras políticas y candidatos presidenciales en toda la región.
La apertura de Colombia hacia los venezolanos proviene en parte de un sentido de reciprocidad: muchos recuerdan cómo otros países situaron a los colombianos que huían de la violencia de los años ochenta y noventa. Pero su enfoque también es uno pragmático: el gobierno reconoce que no puede detener la afluencia de sus desesperados vecinos. Al registrar a todos los venezolanos indocumentados en el país, Colombia aumentará su control en aras de la planificación de políticas y la seguridad nacional, permitiendo también ahorros fiscales sustanciales.
El Estatuto de Protección para Migrantes también liberará a casi un millón de venezolanos que tienen una confusa variedad de visas temporales, de tener que solicitar permisos con regularidad – un desorden burocrático que no ha detenido el flujo de migrantes que ingresan al país. Este enfoque podría ser un modelo para otros gobiernos que buscan regularizar a los venezolanos que viven en sus países.
De los aproximadamente 5.4 millones de personas que han huido de la violencia, la hiperinflación, la opresión política y la escasez de alimentos y medicamentos en Venezuela, la mayor parte vive en Colombia y en los países vecinos, donde los gobiernos han elegido medidas de política ad hoc que inicialmente dieron estatus regular a muchos, pero dejaron a cientos de miles indocumentados o con un precario estatus legal.
En Perú, por ejemplo, las autoridades migratorias han iniciado un proceso de preinscripción para un próximo programa de regularización, luego de un registro similar en Ecuador. El proceso pretende mitigar los efectos negativos de una serie de respuestas previas a corto plazo que resultaron, por tanto, insostenibles. Sin embargo, el alcance de esta regularización sigue siendo poco claro y algunos requisitos, tales como altas multas para aquellos que han estado en situación irregular desde hace algún tiempo, serán difíciles, si no imposibles, de cumplir.
También hay un argumento económico para un programa de regularización robusto que en Perú, por ejemplo, podría agregar unos $3.2 mil millones en ingresos fiscales, según Paula Rossiasco, experta en política social del Banco Mundial. Los migrantes venezolanos, que son desproporcionadamente más educados que los locales, brindan un impulso a la economía si son libres de trabajar legalmente.
Además, el plan colombiano podría ser un modelo a seguir para asegurar fondos de socios internacionales que quieran trabajar con gobiernos que se toman en serio la protección de quienes huyen de la crisis humanitaria, económica y política de Venezuela. Incluso antes de la pandemia, el enfoque generoso del gobierno colombiano tuvo más éxito que otros en la recaudación de fondos de donantes internacionales. En 2018 y 2019, Colombia, que alberga al 37% de los migrantes y refugiados venezolanos que viven en América Latina, atrajo aproximadamente el 45% de los fondos que recibió la región para ayudar a cubrir los costos del desplazamiento venezolano.
A pesar de esto, la migración venezolana se ha convertido en un tema de política interna cada vez más politizado en Ecuador, Perú y Chile, lo que ha llevado a un cambio hacia reacciones políticas restrictivas y cierres de fronteras de facto para los venezolanos, incluso antes del COVID-19. En enero, Perú envió tanques militares a su frontera con Ecuador para detener la entrada de venezolanos, lo que generó preocupación de Amnistía Internacional. Los miembros del Congreso peruano han presentado una serie de proyectos de ley xenófobos, pero ninguno de estos esfuerzos ha tenido el efecto deseado de detener el desplazamiento forzado de venezolanos. En cambio, han empujado a los migrantes y refugiados hacia rutas más peligrosas, a los brazos de las redes de tráfico de migrantes y trata de personas. Chile, que recientemente aprobó una nueva y controversial ley de inmigración, deportó a un primer grupo de migrantes a Venezuela en un avión militar, en medio de la pandemia.
Desafortunadamente, el tipo de voluntad política que se ve en Colombia es escaso entre los gobiernos vecinos, que están preocupados por ganar las elecciones o tratando de ganar la partida en la pandemia de COVID-19. Según un legislador de su partido, el presidente de transición de Perú, Francisco Sagasti, se está enfocando en asegurar las vacunas, controlar la pandemia, proteger la economía y garantizar elecciones libres, y considera que cualquier decisión significativa en el área de gobernanza migratoria es responsabilidad y competencia del próximo gobierno.
Conforme se acercan las elecciones presidenciales del 11 de abril, la inmigración y la xenofobia han jugado un rol en los medios de comunicación y en las campañas, y muchos candidatos han prometido medidas decisivas, si no autoritarias, contra los inmigrantes mientras alimentan los mitos de que los migrantes han aumentado la delincuencia y son responsables de la propagación de COVID-19 en sus comunidades de acogida. El hombre que encabeza las encuestas, George Forsyth, aunque nacido en Venezuela de padres chilenos y peruanos, se pronunció en contra de lo que llamó “mafias venezolanas” cuando era alcalde de un municipio de Lima y ha calificado a los venezolanos como una amenaza durante su campaña.
En Ecuador, al candidato presidencial izquierdista Andrés Arauz, que ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales de Ecuador con alrededor del 32% de los votos, se le preguntó en una entrevista televisiva en diciembre si permitiría que más venezolanos se establecieran en Ecuador. “No, nuestra prioridad es servir al pueblo ecuatoriano”, respondió. El mentor político de Arauz, el ex presidente Rafael Correa, se negó a reconocer la crisis humanitaria de Venezuela por razones políticas. Esto hizo que fuera políticamente imposible reconocer a los migrantes como refugiados o necesitados de protección especial.
En Perú, todavía es muy pronto para hacer predicciones sobre el resultado de las elecciones. En cualquier caso, la xenofobia y la creciente politización del tema, junto con la limitada capacidad estatal, probablemente continuarán desafiando los enfoques sostenibles para gestionar e integrar con éxito a los migrantes y refugiados venezolanos en los próximos años. Pero, como muestra Colombia, otro camino es posible.