LIMA- Leonor, su hermana, su sobrino de 5 años y su sobrina de 3 años llegaron a Perú en autobús desde Venezuela en agosto de 2019 para reunirse con la madre de Leonor. El viaje fue menos desgarrador de lo que pudo haber sido debido al transporte proporcionado por una organización internacional. Otros migrantes venezolanos a Perú se han visto obligados a hacer el viaje de más de 2.000 kilómetros a pie.
Leonor se encontraba entre los cientos de migrantes y refugiados que nos respondieron una serie de preguntas de detección de salud mental en agosto pasado en la frontera entre Ecuador y Perú. La joven de 21 años se encontraba entre el 33% que calificaba para el trastorno de ansiedad generalizada. Otro 27% presentó síntomas de depresión clínica. Estas tasas son mucho más altas que las tasas globales promedio de 4% y 5%, tanto para la ansiedad como para la depresión, signos de una crisis de salud mental entre los migrantes venezolanos que la pandemia sólo ha exacerbado.
Al carecer de pasaportes y, por lo tanto, de la posibilidad de solicitar una visa humanitaria, Leonor y sus familiares ingresaron al Perú de manera irregular. En Lima, Leonor trabajó como masajista en diferentes salones, sin contrato formal y condiciones laborales precarias. Aunque extrañaba Venezuela, la vida mejoró gradualmente.
De la muestra representativa de 800 migrantes contactados en la frontera en agosto de 2019, aproximadamente el 45% de las mujeres y el 90% de los hombres de la submuestra estaban trabajando en febrero de 2020. Para entonces, Leonor y su hermana habían solicitado asilo para regularizar su estado migratorio y ni ella ni su hermana presentaron los mismos síntomas de ansiedad.
Pero luego vino la pandemia por COVID-19.
Leonor y su familia creían que la cuarentena obligatoria anunciada por el Gobierno peruano el 16 de marzo sólo duraría dos semanas. “Podemos vivir con la comida que tenemos en casa”, pensó.
Sin embargo, al igual que el 90% de los migrantes y refugiados venezolanos y más del 70% de la población peruana que depende de la economía informal, no estaban preparados para lo que vendría. Dos semanas se convirtieron en un mes, que se convirtió en más de 100 días de cuarentena. Los trabajos desaparecieron, los ingresos se esfumaron, los ahorros se agotaron. Leonor y la mayoría de cerca del millón de venezolanos en Perú volvieron a vivir como antes de salir de casa. Se saltaron las comidas y no se pagó el alquiler.
A un mes de cuarentena, tres de cada cuatro hogares de inmigrantes informaron dificultades para cubrir las necesidades básicas, según el grupo de expertos Equilibrium CenDE.
Los venezolanos no calificaron para los mecanismos de protección social del Estado, incluidas las transferencias de emergencia que el Gobierno Peruano proporcionó al 70% de sus ciudadanos. La falta de redes de apoyo en su país de acogida y su precario estado legal limitaron aún más la capacidad de los migrantes para respetar la cuarentena, colocándolos a ellos y a sus familias en riesgo de contraer y transmitir el virus.
Leonor y su madre intentaron ganar un poco de dinero vendiendo café en la acera cerca de su casa en el populoso distrito de San Juan de Lurigancho en Lima. Ambas contrajeron el virus.
Según la data que el equipo de investigadores levantó en colaboración con la psicóloga Haley Caroll de Boston Medical School y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), para abril, las tasas de ansiedad y depresión habían excedido las que fueron registradas a su llegada en agosto, con la mitad de las mujeres y casi dos de cada cinco hombres presentando síntomas de trastorno de ansiedad. En general, uno de cada tres cumplió con la definición clínica de depresión.
En otras palabras, un mes de cuarentena hizo más para afectar su salud mental que la migración impulsada por la desesperación del año anterior desde Venezuela.
La situación era tan grave para algunos que enfrentaban hambre y desalojo, que decidieron regresar a Venezuela de la misma manera que habían venido, caminando con poco o nada de dinero y comida.
El futuro de la población venezolana en Perú sigue siendo incierto. Dos de cada cinco hombres trabajaban, en gran medida de manera informal, en mayo, llegando a tres de cada cinco en junio. La reintegración en el mercado laboral puede ayudar a explicar la caída en las tasas de ansiedad y depresión entre los hombres, con uno de cada cinco que califica para la ansiedad y sólo uno de cada veinte para la depresión.
Sin embargo, las tasas de desempleo y salud mental se han mantenido altas entre las mujeres, como Leonor y su hermana. En mayo, sólo una de cada ocho mujeres trabajaba, elevándose a una de cada cuatro mujeres en junio. Aunque la ansiedad disminuyó de aproximadamente un tercio a un quinto entre mayo y junio, en ambos meses una de cada cinco mujeres calificó con depresión.
La flexibilización de la cuarentena no ha cumplido las expectativas de Leonor. “Pensé que una vez que las cosas volvieran a la normalidad, volvería a mi trabajo, pero cuando ellos (el Gobierno) anunciaron el final de la cuarentena, mi jefa me botó. Me dijeron que no podía trabajar allí porque ya no aceptaban solicitudes de asilo como documento legal para trabajar “.
A medida que Perú entra en su peor crisis económica desde la era de la hiperinflación y el conflicto armado interno, en los años ochenta y principios de los noventa, las oportunidades laborales seguirán siendo escasas. La discriminación contra los venezolanos ya había aumentado a lo largo de 2019, lo que llevó al Gobierno a poner fin de facto a la inmigración legal desde Venezuela y a dificultar la regularización de los que ya habían ingresado al país. Los migrantes y refugiados enfrentarán un mercado laboral cada vez más hostil en los próximos meses, ya que una gran población peruana desempleada compite por oportunidades.
Perú, junto a Colombia, había liderado la aceptación de venezolanos en la región. A pesar de la falta de programas sostenibles de regularización y de la incorporación de migrantes altamente calificados en los mercados laborales formales, existe cierta evidencia de sus contribuciones económicas antes de la pandemia.
Ahora más que nunca, la región debería tener el coraje para aplicar políticas inclusivas que reconozcan no sólo la vulnerabilidad de la población local, sino también la de los migrantes y refugiados que, como Leonor, habían comenzado a integrarse en las sociedades locales. No sólo es lo éticamente correcto, sino que será esencial para combatir con éxito la pandemia.
—
Freier y Bird son profesores e investigadores y Luzes es una investigadora asistente en la Universidad del Pacífico.