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Las preocupaciones de los colombianos de centro

Reading Time: 4 minutesSin un conflicto que los unifique, los colombianos confrontan sus diferencias y los altibajos de la democracia.
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Haakon Mosvold Larsen/NTB Scanpix/AP

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Este artículo está adaptado de la edición impresa de AQ sobre Colombia en el post-conflicto | Read in English

Los colombianos irán a las urnas en mayo próximo para elegir a un nuevo presidente. Este hecho debería inaugurar un período de paz y prosperidad para mi país, pues serán las primeras elecciones que se producen después de la firma del acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc. El acuerdo acabó con una guerra brutal que, tras cinco décadas, costó más de 200.000 vidas, forzó el desplazamiento interno de siete millones de personas (el 15 por ciento del total de la población) y limitó la presencia del Estado en las áreas bajo control de los guerrilleros.

A pesar de este logro, a siete meses de las elecciones el ambiente en Colombia es sombrío y el debate político es cada vez más contencioso y polarizado. Las encuestas muestran que tres de cada cuatro personas creen que el país va en la dirección equivocada. Hay una enorme desconfianza en todas las ramas del gobierno y en las personas que las lideran. “Vamos mal”, escuché decir varias veces en un reciente viaje a Bogotá.

Irónicamente, buena parte del pesimismo actual se remonta al acuerdo de paz, que enfrentó una oposición férrea de quienes creían que le hacía demasiadas concesiones a una guerrilla que virtualmente había sido derrotada en el campo de batalla. Nadie ha argumentado esto con más vehemencia que el expresidente Álvaro Uribe, que aunque no puede lanzarse a un tercer período presidencial, todavía goza del apoyo firme de casi la mitad de los electores. Uribe usa el alcance público de su curul en el Senado y su beligerante cuenta de Twitter para argumentar que, aunque los guerrilleros desmovilizados hayan dejado sus armas y entrado al proceso electoral, nunca han abandonado su ambición de transformar a Colombia en un estado socialista y autoritario.

Los simpatizantes de Juan Manuel Santos, el presidente saliente que ganó el Premio Nobel de la Paz en 2016 por haber liderado el proceso de paz, saben que el acuerdo está lejos de ser perfecto. Sin embargo, creen que era necesario hacer concesiones para acabar con un conflicto sin sentido que no paraba de consumir recursos. El principal negociador de paz del gobierno me dijo alguna vez que la guerra era como una mula atravesada en el futuro de Colombia. Es la metáfora perfecta de un país con una enorme brecha entre lo urbano y lo rural, en el que los habitantes de las ciudades viven en el siglo XXI, mientras que los niños campesinos tienen que caminar durante horas para llegar a la escuela más cercana. Los simpatizantes del acuerdo consideramos que tenemos una oportunidad única para expandir los beneficios de los que gozan millones de colombianos que hacen parte de la clase media.

Nunca conocí a Colombia en paz. Durante los últimos 50 años, los responsables de la violencia han sido varios: cabecillas regionales que usaron el asesinato para establecer su autoridad; la narcoeconomía, que creó a Pablo Escobar y a los carteles de la droga; los varios grupos guerrilleros urbanos y rurales, que le declararon la guerra al Estado; y los escuadrones paramilitares que muchas veces operaban al amparo de militares corruptos. Las atrocidades cometidas por todos estos actores eran parte de la vida cotidiana. Los bombardeos en céntricas calles se volvieron -sorprendentemente- rutinarios, así como lo eran los asesinatos por encargo llevados a cabo por adolescentes con Uzis. El negocio del secuestro llegó a tener una escala industrial, con miles de rehenes retenidos, muchas veces por varios años.

Creo que la ansiedad demostrada por mis compatriotas refleja un miedo a lo desconocido. El conflicto perpetuo de Colombia ha servido para barrer bajo la alfombra las muchas diferencias regionales, económicas e ideológicas que existen entre nosotros. De una manera perversa, ha sido el pegante que nos has unido y nos ha mantenido enfocados, empujando en una misma dirección. Ahora que el fin del conflicto está posiblemente a la vista, ese consenso se ha evaporado.

Los colombianos lúcidos ven cómo los problemas cotidianos de cualquier democracia normal -luchar contra la corrupción, eliminar el privilegio, proteger y expandir los derechos de los ciudadanos- están acaparando toda la atención. Enfrentar estos problemas es una labor complicada. “Matamos al tigre, pero nos asustamos con el cuero”, me dijo hace poco un amigo periodista, haciendo alusión a un sabio proverbio campesino.

Un país debe enfrentar a sus peores demonios antes de poder seguir adelante. Para Colombia, ese momento es ahora. El expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso les ha recordado a los colombianos que el período más difícil de la transición de su país hacia la normalización económica fueron los meses inmediatamente posteriores al lanzamiento del plan contra la inflación a mediados de la década del 90. “El cambio siempre quiere decir avanzar hacia lo desconocido, y se necesitan persistencia, discernimiento y valor para dar esos primeros pasos, que son siempre los más difíciles”.

Ahora que la campaña presidencial de 2018 calienta motores, ese miedo a lo desconocido está siendo aprovechado con éxito por los detractores del acuerdo de paz , que insisten en vender una visión apocalíptica del futuro. Pero Colombia no seguirá el camino de Cuba o de Venezuela: durante el largo período de violencia que estamos dejando atrás, los colombianos seguimos construyendo instituciones como las cortes, las fuerzas militares, la sociedad civil, los organismos de control gubernamental y los medios de comunicación, que no están dispuestos a abrir espacios para que un régimen autoritario se tome el poder. Y si bien es cierto que las instituciones no están libres de influencias o de corrupción, el actual debate nacional sobre los efectos corrosivos de la influencia política en las decisiones judiciales es prueba de que Colombia es una democracia que busca perfeccionarse.

La garantía más importante que tiene Colombia, es el calibre de los candidatos que estarán en la contienda por la presidencia en las elecciones de mayo, algunos de los cuales exhiben formidables cicatrices políticas. La lista incluye a un exvicepresidente que ha sobrevivido a varios intentos de asesinato; un exalcalde de Medellín que transformó a la ciudad considerada la capital mundial del crimen en un modelo de renovación e innovación urbana; y la primera mujer colombiana en ser Ministra de Defensa, quien comandó a las Fuerzas Armadas durante uno de los períodos más difíciles de la guerra con las Farc. Varios congresistas destacados, hombres y también mujeres, así como experimentados administradores públicos completan la alineación.

No hay garantía de que alguno de esos candidatos llegue hasta el final: una figura más extrema podría cautivar la imaginación popular. Pero la considerable experiencia de los candidatos presidenciales habla de la naturaleza tumultuosa de la historia reciente de Colombia tanto como de la habilidad del país de atraer a los puestos más altos del gobierno a individuos talentosos y comprometidos. El hecho de que después de cinco décadas de conflicto Colombia siga produciendo líderes valientes con una fe inquebrantable en la democracia, es razón suficiente para depositar una buena dosis de esperanza en el futuro.

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Adriana La Rotta is an award-winning Colombian journalist and media professional who leads the media relations strategy at AS/COA. Currently based in New York, she has lived and worked in São Paulo, Miami, Tokyo and Hong Kong. Since 2009, she has written a biweekly column for Colombia’s largest-circulation newspaper, El Tiempo.

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