Este artículo fue adaptado de la edición impresa de AQ sobre como reducir los homicidios an América Latina
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La violencia es es un problema que parece que nunca mejora en América Latina. En general, el último cuarto de siglo ha sido una era de progreso para la región: la democracia se ha expandido, la clase media ha creció en más del 20 por ciento, la educación ha mejorado y lo mismo ha sucedido con la salud pública. En muchos países, la corrupción ya no se tolera y las instituciones judiciales están floreciendo. Aún así, la tasa de homicidios de América Latina, que ya era tres veces la del promedio global, ha seguido creciendo, en un promedio de 4 por ciento al año.
Los números muestran un panorama espantoso: en América Latina habita el 8 por ciento de la población del mundo y se comente el 33 por ciento de sus asesinatos. Más de 2,5 millones de latinoamericanos han sido asesinados desde el comienzo del nuevo siglo. La tasa de homicidios regional de 21,5 por cada 100.000 habitantes podría casi duplicarse para 2030 si la tendencia actual continúa, según el Instituto Igarapé, un centro de pensamiento basado en Río de Janeiro.
El costo humano (en vidas perdidas y familias destrozadas) es suficiente razón para hacer que la reducción de homicidios sea una prioridad alta. También hay un argumento económico claro: es posible que América Latina haya perdido más dinero en 2017 debido a la violencia (unos 170 mil millones de dólares, según Igarapé) que el que recibió en inversiones extranjeras directas (167 mil millones de dólares). Las estratosféricas tasas de homicidio en América Central son el principal factor que impulsa a los refugiados hacia el norte. Pero hay otra razón más reciente para sonar las alarmas: la democracia misma puede estar en juego.
El apoyo para la democracia ha disminuido de forma constante en muchas partes de América Latina, y ahora está en su nivel más bajo en más de una década, según el encuestador Latinobarómetro. A lo largo de buena parte de la región, la frustración con los crímenes violentos (y con el statu quo en general) está alimentando el ascenso de populistas que abiertamente desdeñan las instituciones democráticas. Esto se ve con mayor claridad en Brasil, donde el capitán retirado del ejército Jair Bolsonaro lidera las encuestas para las elecciones presidenciales de octubre. Bolsonaro propone que se les permita a todos los brasileños cargar armas y darle a la policía carta blanca para matar a quienes sean sospechosos de ser criminales. La historia sugiere que estas políticas suelen ser contraproducentes. Sin embargo, el apoyo a la mano dura abunda: el 38 por ciento de los brasileños dijeron el año pasado que una dictadura militar sería buena para el país. Muchos otros, especialmente en Centroamérica, están de acuerdo.
Esta edición de AQ está dedicada a mostrar que otros caminos son posibles e, incluso, preferibles. En los tres países más grandes que realizan elecciones en 2018 (Colombia, Brasil y México) encontramos gente valiente que está implementando soluciones razonables y democráticas. Sus historias prueban que incluso los lugares más violentos pueden progresar y que la seguridad no es solo la responsabilidad del gobierno. El sector privado y la sociedad civil también tienen que poner de su parte.
En realidad, no hay un secreto para reducir los homicidios: se necesita una mezcla de vigilancia preventiva, uso inteligente de datos y, posiblemente, una reforma de las leyes antidroga. Algunos lugares, como Colombia y el estado de São Paulo en Brasil, han experimentado un avance importante en los últimos años gracias a este tipo de política pública. Pero una solución más amplia y duradera implicaría un cambio de mentalidad: las élites latinoamericanas deben dejar de esconderse del problema y de verlo como solo un flagelo de los pobres. Si no hay un impulso urgente por un cambio, la región podría entrar a un nuevo período que se parezca más a los años perdidos de las décadas de 1960 y 1970 y menos al evidente, aunque imperfecto, progreso de la época que vino después de la Guerra Fría.
– Brian Winter, editor-en-jefe