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El increíble caso que demostró que la ofensiva de América Latina contra la corrupción va en serio

Reading Time: 11 minutesUna historia de orgullo para Guatemala, Colombia y toda América Latina.
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Otto Pérez Molina. (JORGE DAN LOPEZ/REUTERS

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¿Guatemala? ¿De verdad?

Confieso: esa fue mi reacción en el momento en que Guatemala fue más lejos que cualquier otro país en la campaña contra la corrupción que ahora se propaga en América Latina.

Una cosa es que Brasil o Chile, que tienen una historia más larga de instituciones fuertes, investiguen a los poderosos y los manden a la cárcel. ¿Pero Guatemala? ¿Un país que hace apenas 20 años estaba en medio de una guerra civil? ¿Un país tan asediado hoy por la violencia del narcotráfico y por la pobreza que la gente envía a sus hijos al norte, a menudo solos, para que escapen de eso?

¿Fue ese el país que reunió pruebas contundentes de corrupción contra un popular presidente en funciones, lo despojó de su inmunidad judicial, lo indujo a renunciar en medio de protestas masivas en las calles, y lo puso en la cárcel al día siguiente? ¿Todo sin un disparo?

¿De verdad?

Cuando AQ viajó a Guatemala recientemente para entender mejor cómo sucedió esto, muchos guatemaltecos dijeron que estaban igualmente sorprendidos. De hecho, la conmoción era más palpable entre las mismas personas que en septiembre habían puesto en la cárcel al ex presidente Otto Pérez Molina.

“No, no estaba segura de que esto pudiera suceder aquí”, me dijo Thelma Aldana, la fiscal general de Guatemala. Aldana lo atribuyó a una larga lista de factores, para concluir: “Supongo que se podría decir que las estrellas se alinearon”.

Bueno, tal vez. Pero después de entrevistar a casi dos docenas de personas involucradas en el caso Pérez Molina, me llamó la atención las similitudes increíbles con lo que está sucediendo en otros países. Viviendo en Brasil los últimos cinco años, observé con asombro cómo se desarrolló la investigación sobre la corrupción en la gestión de la estatal petrolera Petrobras, que envío a la cárcel a muchos de los líderes de la élite empresarial y política del país. Bueno, el caso es que las tendencias que favorecieron la investigación de Aldana en Guatemala fueron casi exactamente las mismas que sustentaron el trabajo del juez Sérgio Moro en el caso de Petrobras, a unos 6.400 kilómetros de distancia.

Guatemala es prueba de que algo realmente histórico está sucediendo hoy en América Latina. La corrupción siempre ha sido parte de la vida, y siempre ha perturbado a la gente, perpetuando la desigualdad que es a la vez el sello de la región y su mayor maldición. Pero una serie de profundos cambios ha sacudido a América Latina en los últimos 10 a 20 años. Estos cambios están ocurriendo incluso en los países más frágiles del hemisferio, expulsando a Pérez Molina y a muchos otros como él, y a menudo mandándolos a la cárcel. Como la siguiente historia muestra, si puede ocurrir aquí, podría pasar en cualquier lugar.

MOISES CASTILLO/APLa primera manifestación, 25 de abril 2015. (Moises Castillo/AP)

1. El efecto Facebook

Gabriel Wer, de 33 años, nunca tuvo mucho interés en la política. Guatemala, al igual que otros países de América Latina, era el tipo de lugar donde era mejor mantener la cabeza gacha. Pero en la noche del 17 de abril de 2015, al terminar su día en la empresa familiar, se sentó ante una computadora a descargar su rabia.

En su corta vida, Wer había visto la guerra civil, los asesinatos extrajudiciales de miles de sus compatriotas y el fracaso de los consiguientes gobiernos en llevar a los asesinos ante la justicia. Había visto el estancamiento económico y la penetración del Estado guatemalteco por los narcotraficantes. ¿Pero qué fue lo que aquel viernes por la noche llevó a Wer al límite? Un nuevo escándalo de corrupción, en la que la vicepresidenta Roxana Baldetti y otros funcionarios eran acusados ​​de quedarse con millones de dólares mediante una estafa que involucraba a la agencia de aduanas. “Pensé que era ridículo, que alguien pudiera robar tanto y no tener que responder por ello”, me dijo Wer.

Baldetti, quien había entrado en la escena nacional en 1980 como finalista de Miss Guatemala, ya era conocida por hacer comentarios brutalmente insensibles frente a las cámaras. Bella y vana, era una villana hecha a la medida de la era de Facebook. Después que un informe de la BBC reveló condiciones viles en un hospital psiquiátrico de Guatemala, incluyendo la sedación y sistemática violación de los pacientes, Baldetti dijo a un reportero que el hospital era “re bonito” y culpó a los pacientes por el desastre. En una gira con la prensa por un lago sumamente contaminado en las afueras de la ciudad de Guatemala, declaró: “No hiede, para nada”. Y se ofreció a nadar.

Roxana Baldetti (Johan Ordonez/AFP/Getty)

Estos videos circularon ampliamente en Facebook y WhatsApp en un país donde 75 por ciento de la población vive en la pobreza, pero más de 85 por ciento de los adultos posee un teléfono móvil. La corrupción no sólo enfureció a la gente, sino que la unió de una manera que las grandes causas del siglo XX nunca pudieron. Como me dijo Samuel Pérez Álvarez, dirigente estudiantil universitario: “Mis amigos odian cualquier cosa divisiva, cualquier cosa ideológica. Pero la corrupción afecta a todos, a la derecha y la izquierda, porque todo el mundo paga impuestos. Casos como (el de Baldetti) unen a la gente”.

Eso es cierto, pero alguien tenía que enviar la invitación primero. Y en esa fatídica noche del viernes, mientras Wer navegaba enojado por Facebook, vio una publicación de un amigo de la familia. Fue una página de “eventos” llamando a una protesta contra Baldetti el sábado siguiente, en la Plaza de la Constitución, el mayor espacio público de Guatemala. Wer estaba intrigado, pero la página carecía de imágenes o un eslogan pegadizo. Envió un mensaje a su amigo preguntando si podía modificarlo. “Es tuyo”, le respondió el amigo.

Pronto la página tenía un aspecto más brillante y un nuevo título, “Renuncia Ya”, convocando a una “manifestación pacífica para exigir la renuncia de Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti”. Wer añadió la nota que enfatizaba la parte “pacífica”, y dejó en claro que la protesta no estaba afiliada a partido político alguno. “Tenía la esperanza de [que fueran] tal vez 200 personas”, recordó entre risas.

“Dentro de una hora más o menos, 100 personas se habían inscripto, y yo estaba orgulloso. De pronto eran 1.000, y me pregunté: ‘¿Qué está pasando?’ Entonces, los medios comenzaron a recogerlo. Al final de la noche, teníamos 10.000”.

 “Estaba claro que la gente había estado esperando algo como esto”.

2. El miedo se ha ido, y fue reemplazado por la democracia

El sábado siguiente, mientras se acercaba a la plaza, Wer oyó la protesta antes de poder verla. Tambores, silbidos y cantos llenaban el aire. Al doblar la esquina, vio a la multitud, más de 1.000 personas ya, con pancartas que decían “No a la corrupción” y “No se puede comprar leche por los altos impuestos”. Antes del fin del día, la participación ascendó a entre 20.000 y 30.000 personas.

La parte más sorprendente, como muchos coincidieron más tarde, fue la diversidad de la gente: jóvenes y viejos, ricos y pobres, indígenas y ladinos. Cualquier persona con una queja contra el gobierno estaba allí. “En Guatemala, estamos normalmente muy aislados unos de otros”, dijo José Forester, un contador que estuvo allí aquel día. “Normalmente, los ricos están con los ricos y los pobres con los pobres. El 25 de abril fue una nueva experiencia”.

Es difícil exagerar este punto: nunca había ocurrido antes algo parecido en Guatemala. La última gran ola de protestas había sido en la década de los 80, pero eran en gran medida un producto de los estudiantes de izquierda y activistas sindicales, y eran extremadamente peligrosas. Nineth Montenegro, ahora congresista, fue parte de aquella generación. “Hacíamos nuestras protestas en la misma plaza”, me dijo, “y los soldados venían y nos acribillaban con ametralladoras. No les importaba”. El primer marido de Montenegro, también activista, fue secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado en 1984, y nunca apareció.

Cuando Montenegro vio estos nuevos manifestantes en la Plaza de la Constitución el 25 de abril, su primera reacción fue de absoluto terror. “Vi gente que incluso había traído a sus hijos, y pensé que estaban locos”, dijo. “Quería decirles ‘¡Corran!’”

Nineth Montenegro (ORLANDO SIERRA/AFP/GETTY)

Pero Montenegro, como muchos otros, no se dio cuenta de que las cosas habían cambiado. Aunque imperfecta, Guatemala ha sido una democracia desde 1986. La guerra fría, y la cobertura que esta dio a las atrocidades en toda América Latina, terminaron poco después. Donde una vez solamente reinaba la milicia, hoy día existe una vibrante sociedad civil y medios de comunicación libres. Si los soldados o los policías tuvieran el impulso de ametrallar a una multitud, sería mejor que estuvieran preparados para ser grabados por un millón de teléfonos móviles. La historia es similar en otros países donde la dictadura dio paso a la democracia en la década de los 80 y principios de los 90, entre ellos Perú, Brasil, Paraguay, Chile y otros.

“Los jóvenes de hoy han crecido en una cultura de paz y pluralismo, y finalmente sienten que pueden exigir sin miedo”, dijo Montenegro. “Ahora sabemos eso”.

“Me parece maravilloso”.

3. Una formidable generación de fiscales

La protesta del 25 de abril finalmente se dispersó, pero un grupo de personas aún más peligrosas para los corruptos gobernantes de Guatemala volvería a reunirse el lunes siguiente.

Y al día siguiente. Y el día después.

Se mostrarían implacables.

La Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, o CICIG, fue creada en 2006. Producto de un tratado entre las Naciones Unidas y el gobierno de Guatemala, la CICIG se constituyó con un grupo de fiscales e investigadores en gran parte extranjeros. Su misión: ayudar a las autoridades locales a identificar los grupos delictivos y procesarlos.

Esto era, por supuesto, un arreglo inusual. Los críticos de la CICIG acusaron a Guatemala de externalizar de hecho su sistema judicial. Pero la ayuda adicional era necesaria tras las secuelas de una guerra civil de 36 años y la infiltración más reciente del Estado por los cárteles de la droga, dijo Carlos Castresana, un abogado español que fue el primer jefe de la CICIG. “Cuando llegué, teníamos que encontrar 100 policías honestos [con los que trabajar]. ¿Sabes lo difícil que era?”, me dijo Castresana. “Siempre les estábamos sometiendo al detector de mentiras. Tuvimos que entrenarlos nosotros. Incluso los pusimos en barracones separados para que no pudieran ser corrompidos por los demás”.

Para el 2015, tales esfuerzos habían rendido sus frutos. La CICIG estaba ahora bajo la dirección de un fiscal colombiano, Iván Velásquez, que en su país se había hecho un nombre luchando contra los narcotraficantes. Trabajando mano a mano con Aldana, la fiscal general de Guatemala, Velásquez comenzó a acumular pruebas contra una red de contrabando al parecer manejada desde dentro de la agencia de aduanas. Ellos establecieron una serie de escuchas telefónicas, en las que los sospechosos se referían repetidamente a alguien como “número dos” o “La Señora”.

 “Cuando vimos eso por primera vez”, recordó Aldana, “y se nos ocurrió que podría ser la vicepresidenta, pensé, ‘¡No! ¡No lo puedo creer!’”.

Poco después, el caso contra Baldetti se hizo público. En este punto, cualquier gobierno con un sentido de autopreservación podría haber tratado de sofocar el caso, o dar por terminado el acuerdo con la CICIG. De hecho, el presidente Pérez Molina trató de hacer precisamente eso a comienzos de 2015 pero, bajo una intensa presión local e internacional, se retractó. A la luz de la protesta del 25 de abril, liquidar la CICIG o parar la investigación aduanera se había vuelto políticamente imposible.

La CICIG siguió acumulando y presentando nuevas pruebas contra Baldetti y otros funcionarios. Como si fuera una señal, nuevas protestas habrían de poner aún más presión sobre los funcionarios públicos. “De repente, la corrupción en los más altos niveles dejó de ser sólo un rumor más”, dijo Pérez, el líder de la protesta estudiantil. “Encontraron evidencia que era imposible de negar. Eso hubiera sido imposible sin la CICIG”.

El sentimiento era mutuo. Le pregunté a Velásquez, jefe de la CICIG, si pensaba que la investigación habría podido continuar sin el apoyo de los manifestantes. “Probablemente no”, respondió.

“La sociedad guatemalteca estaba lista para esto”, me dijo Velásquez. “Sólo necesitaba una chispa”.

Iván Velásquez (Johan Ordonez/AFP/Getty)

El rol de la CICIG ha sido usado como “prueba” de que el caso de Guatemala fue de alguna manera excepcional. Ningún otro país tiene una CICIG, así va el argumento –y ningún otro país jamás la tendrá, dado lo que ha logrado. Esa última parte es probablemente cierta. Pero también es cierto que la mayoría de los países latinoamericanos no necesita una CICIG. Los fiscales y jueces de la región han logrado avances extraordinarios en los últimos 30 años. A medida que las democracias han madurado, los sistemas judiciales han ganado más independencia y conocimientos técnicos.

De hecho, los fiscales de toda América Latina han llevado adelante investigaciones aún más complicadas y explosivas que la de la CICIG. Petrobras es otro caso en el que los investigadores comenzaron con un delito aparentemente menor –un lavador de dinero en el sur de Brasil– y siguieron metódicamente el rastro del dinero hasta llegar a las más altas esferas del poder. La nueva legislación a favor de la transparencia en México, Brasil y otros países también ha ayudado a la persecución de estos casos. De esta y otras maneras, lo que ocurrió en Guatemala no fue la excepción. Fue la regla.

4. Una clase media más grande y exigente

El 8 de mayo, bajo el peso de las crecientes evidencias, la vicepresidenta Baldetti renunció. Sin embargo, en ese punto ya estaba claro que la trama de la aduana habría de terminarse con ella. Pronto, las evidencias señalaron al propio presidente Pérez Molina.

Esta fue la fase de más alto riesgo, y todos lo sabían. “Si hubiera habido un solo disparo, o un motín, habría sido el fin para las protestas”, me dijo Juan de la Garza, un ejecutivo de publicidad que participó en ellas. “El presidente habría dicho: ‘¡Ah, mira a estos delincuentes en la calle! ¿Cómo van a juzgarme?’ La clase media habría dejado de venir. Así que siempre le dijimos a la gente que mantuviera la calma, que permitieran que el caso avanzara, que no fueran violentos”.

Por su parte, Pérez Molina insistió en su inocencia, y dejó claro que no se iría sin dar pelea. Ex oficial de inteligencia militar durante el período más violento de la guerra civil de Guatemala, sabía qué botones apretar. Hacia finales de agosto, cuando el Congreso se disponía a despojarlo de su inmunidad judicial, Pérez Molina difundió un mensaje por la televisión nacional en el que pidió a “la Guatemala profunda”, que diera un paso adelante. Convocó explícitamente a los pobres rurales, a “esa Guatemala que siempre ha estado en el centro de mi atención”, a que salieran en su defensa.

En la mañana de la votación, fuera del Congreso se reunió una muchedumbre de partidarios de Pérez Molina que, con bates y palos, prometió no dejar que los legisladores entraran. Por un momento, se pareció otra vez a 1983. Pero no, en lugar de eso, se convertiría en el momento brillante de Guatemala. Un grupo aún mayor de gente apareció allí, llevando sólo flores. La gente pidió a los agitadores que depusieran las armas y dieran un paso al costado. De pie y codo a codo con la policía, formaron una cadena humana que permitió a los legisladores entrar al edificio.

Una vez dentro, el Congreso votó por unanimidad despojar a Pérez Molina de su inmunidad.

(Johan Ordonez/AFP/Getty)

Esta historia se ha repetido una y otra vez en toda América Latina. La clase media de la región aumentó a más de 50 millones de personas durante la última década, y ahora supera a la población en situación de pobreza por primera vez en la historia. Los valores han cambiado. En estos días, las personas con flores tienden a ser más que aquellas que llevan palos.

“Cuando este país era más pobre, se oía a la gente decir: ‘Ah, él roba pero nos da trabajo’.  Pero ahora la gente piensa en más que la subsistencia. Quieren un buen gobierno, honestidad”, dijo Aldana, la fiscal general. “Van a luchar por esos derechos”.

Sin inmunidad, Pérez Molina sabía que su juego estaba acabado. Para su crédito, se fue en silencio, renunciando y presentándose por su cuenta a la cárcel. Curiosamente, la reacción popular fue un tanto contenida. Wer, cuya publicación en Facebook ayudó a iniciar todo, se unió brevemente a un grupo de personas que celebraba en un parque, pero luego se fue a trabajar. “No pensé que era bueno celebrar”, me dijo. “Era alguien a quien elegimos democráticamente. Al final, fue muy agridulce”.

En efecto, para la mayoría de la gente, el orgullo fue rápidamente reemplazado por el hecho de que el recorrido apenas estaba comenzando. Antes de dejar Guatemala, visité a Helen Mack, probablemente la más conocida activista de derechos humanos del país, y una piedra en el zapato de los sucesivos gobiernos desde que su hermana fue asesinada por los militares en 1990. Le pregunté si era optimista sobre la perspectiva de un cambio duradero.

“No”, dijo rotundamente, dando una larga fumada a un cigarrillo.

¿No?

Se encogió de hombros. “Los jóvenes saben que están creando su futuro. Pero los políticos, muchos creen que pueden cambiar los nombres (en los altos rangos) y continuar como hasta ahora. Si es así, pronto estaremos de vuelta en el mismo lugar”.

La generación más joven sabe que para cambiar realmente las cosas tendrán que llegar al gobierno ellos mismos, una tarea difícil. “Es más fácil poner a la gente en contra de algo que en favor de algo”, reconoció Pérez, el líder estudiantil. Pero dijo que sus colegas estaban tratando de crear nuevos partidos políticos siguiendo el modelo de movimientos de otros países, como Podemos, de España.

Castresana, el primer jefe de la CICIG, reconoce el escepticismo, pero cree que el cambio es irreversible. “Una sociedad no puede cambiar a menos que la propia sociedad pierda su miedo”, dijo.

“Bueno, ahora son los malos los que tienen miedo”.

Brian Winter es el editor jefe de Americas Quarterly. Vivió durante una década en América Latina como corresponsal de la agencia Reuters, y estuvo basado en São Paulo entre 2010 y junio de 2015. Es autor de cuatro libros sobre la región, incluyendo Why Soccer Matters (Por qué el fútbol importa), que escribió con Pelé y figuró en la lista de libros más vendidos de The New York Times.

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Winter is the editor-in-chief of Americas Quarterly and a seasoned analyst of Latin American politics, with more than 20 years following the region’s ups and downs.

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