¡Bang! ¡bang!. Viene un tipo, viene otro, luego serán más. Drogas, dólares y mucha sangre. Aquí todos matan a todos. ¡Bang! ¡bang! Una típica película hollywoodense del hampa chicana. Aunque esta vez el escenario es Panamá, la película es panameña y su autor es Panamalo.
Panamalo no cuenta su película. La actúa. Tiene ese idéntico gesto de matón de barrio turbio. Cambia la postura sacando un poco la panza, echando los hombros para atrás, abriendo los brazos, ostentando un par de pulseras y un reloj demasiado grande para su estatura. Tuerce los labios hacia abajo, burlón, y habla en un tono Caribe veloz, do mayor, casi ininteligible (por aquí diríamos que tiene una papa caliente en la boca). Los ojos le brillan. Casi, casi quisiera que eso que imagina fuese real. Pronto dirá, enfático: “Es real”. Es más, su protagonista, el malo, el corrupto, es—dice Panamalo—el vicepresidente. No se sabe si se refiere a la ficción o habla del gobierno actual de su país. Aunque al mismo tiempo, y a estas alturas, todos sabemos que Panamalo sabe lo que dice.
No fue difícil llamarlo Panamalo. Un joven panameño aspirante a director de cine. El caso es que Panamalo reniega y no se tapa la boca. Se sienta y me cuenta que allí donde estamos, en Ciudad del Saber, vivían los norteamericanos. Esos insoportables que ocuparon desde el siglo pasado 16 kilómetros de territorio panameño, ocho a cada lado del Canal de Panamá. Y que todo “su” territorio era inviolable y al que los panameños no podían entrar—¡en su propio país!, Panamalo alza la voz y sus ojos se inflan—, pero que los gringos podían, libremente, pasar y pisar la ciudad. Ellos tenían todo—relata Panamalo torciendo la boca, como cuando cuenta su película: sus supermercados, sus escuelas, sus centros médicos, sus cines, sus parques de diversión, sus viviendas, todo. Se llamaban y hasta ahora se llaman “zonians”. Es decir, nacidos en la zona—entonces norteamericana—del Canal. Ciertamente no eran panameños, no. Eran norteamericanos, aunque…tampoco. Eran “zonians”.
Y Panamalo pronuncia esta palabra como si hablase inglés. Habla. Es más, su esposa es norteamericana. Ajá.
Desde que los norteamericanos habitaron Panamá desde 1914 hasta 1999, los panameños tienen un conflicto de identidad. (Lo mismo que los “zonians” en los Estados Unidos quienes se reúnen anualmente en la Florida, “dominan los dos idiomas, bailan como panameños y actúan como gringos”. De hecho, John McCain es un “zonian”). Panamalo nos lleva a su bar preferido en el Casco Viejo de la ciudad cuyo dueño es un neoyorquino que dice no hablar español pero que cuando nadie lo oye, habla a la perfección. Allí está Felix que dice “hola” queriendo decir “hi”. Porque inmediatamente después comienza a hablar en inglés. Lo interpelo un poco bromeando y entonces saca del fondo de su memoria sus orígenes panameños—nació en Panamá—pero Felix tiene el corazón partido porque se crió en Puerto Rico. So, tú sabes. Y de ahí a Nueva York, no es nada. Entonces, Felix recupera la pose y dice “I am the boss, you know?” y mira a Panamalo pidiendo aprobación.
Panamalo tiene un país atorado en la garganta. Y cada que puede, escupe. Porque sólo él ha podido responderme ¿por qué en un país con 20 mil millones de dólares anuales de producto interno bruto para sólo 3 millones de habitantes, hay 37 por ciento de pobreza? La anécdota son aquellos hermosos edificios que se yerguen en la ciudad más promisoria de América Latina pero que están deshabitados porque—dicen las malas lenguas—son fruto del lavado de dólares del narcotráfico y la corrupción interna y la de los vecinos más próximos. El resto de la respuesta es casi previsible. ¡Bang! ¡bang! Panamalo.
Cecilia Lanza es una bloguera que contribuye a AQ Online y vive en La Paz, Bolivia.