En el corazón del acuerdo de paz de Colombia con las Farc hay un sincero ímpetu de mejorar las condiciones de vida del campo del país, que ha sido abandonado por décadas. Una serie de programas nacionales de educación, salud, electrificación, construcción de vivienda y entrega de créditos en el sector agrícola, que hace parte del acuerdo, está diseñada para cerrar una lamentable brecha de desarrollo entre los centros urbanos y las comunidades rurales. Estas necesidades de desarrollo en las áreas rurales son inmensas. Según el Censo Nacional Agropecuario de 2014, el 57,2 por ciento de los hogares rurales no tiene acceso a agua potable y el 94 por ciento de la población allí no tiene acceso a sistemas de alcantarillado. El 73 por ciento de los jóvenes entre los 17 y los 24 años en estas áreas no van a la escuela, mientras que la pobreza puede llegar a ser tan alta como del 45,7 por ciento, un número que está en el 15,4 por ciento en los centros urbanos.
Para cerrar esta brecha, el acuerdo de paz incluye medidas para fomentar la economía campesina y para apoyar las maneras tradicionales y comunitarias de cultivar. A través de una herramienta de planeación llamada PDET (Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial), los encargados de las políticas públicas en Colombia esperan poder permitirles a las comunidades rurales tomar decisiones sobre su futuro económico, así como formalizar los derechos a la tierra.
Pero no todo el mundo está de acuerdo con este enfoque. Quienes se oponen al acuerdo argumentan que este tipo de programas serán un obstáculo para el desarrollo agroindustrial, un riesgo para el emprendimiento privado y un límite para el efecto positivo de los proyectos de inversión a gran escala que el país necesita para seguir moviendo su motor económico. Estas personas tienen grandes dudas sobre la índole de la redistribución de tierras y desconfían de las instituciones agrícolas estatales que están encargadas de mejorar las oportunidades económicas de las comunidades rurales.
Estas dos visiones no tienen que ser contradictorias. De hecho, sin antes atender las necesidades y prioridades que las comunidades rurales ven para sí mismas, es poco probable que se materialice el desarrollo económico a gran escala que los encargados de las políticas públicas nacionales esperan que venga con la paz.
En medio de esta tensión, con mucha frecuencia la opinión pública colombiana y el gobierno nacional han ignorado el rol que las alcaldías y los concejos municipales juegan en el desarrollo rural y territorial. Pero, de hecho, los alcaldes y los concejos municipales son el centro del desarrollo. Estas autoridades municipales están a cargo de regular y ordenar el uso de la tierra, aprobar impuestos, actualizar mapas, construir y mantener vías terciarias, diseñar e implementar políticas de seguridad y, en general, proveer servicios públicos básicos. Los planes del gobierno central deben alinearse con estas autoridades locales para que pueda haber progreso sostenible.
La falta de coordinación entre las autoridades centrales y los actores locales ha generado dificultades serias. De hecho, recientemente los actores locales han cuestionado el poder del gobierno nacional de decidir unilateralmente sobre asuntos de desarrollo. Colombia ahora está pasando por una ola de consultas populares que han demostrado el poder que tienen los grupos locales de movilizarse en contra de intereses mineros y energéticos. Este tipo de movilización ha creado un debate sobre quién debería beneficiarse, y cómo, de la extracción de recursos naturales en el país (esto, en un país en el que la renta del Estado depende en buena parte de las regalías de hidrocarburos y en el que el petróleo y el carbón representan el 47,7 por ciento de todo el comercio de exportación.
Estas consultas populares, y el apoyo que les ha dado la Corte Constitucional, han subrayado el derecho de los ciudadanos a participar en decisiones que impactan su futuro. Las autoridades nacionales deberían aceptar que los derechos locales no son inferiores a la necesidad del Estado de generar ingresos y que esta afirmación aplica a la minería tanto como al uso de la tierra y al desarrollo rural.
Hay signos de que esta visión de desarrollo está comenzando a arraigarse. Un ejemplo se puede ver en el municipio de Briceño, Antioquia, que actualmente está implementando dos proyectos piloto de desminado y sustitución de cultivos ilegales. En 2015 hubo más de 17 muertes violentas en Briceño, el equivalente a una tasa de homicidios de más de 190 por 100.000 habitantes, cuando el promedio nacional está apenas por encima de 24. Ahí, la Fundación Ideas para la Paz (FIP) está trabajando para alinear las prioridades políticas municipales con las iniciativas de desarrollo nacionales, bajo la creencia de que es necesario reconciliar estas dos agendas para que cualquier tipo de desarrollo sea sostenible.
Pero aún queda mucho por hacer. Por ejemplo, para enfrentar al narcotráfico y la economía de las drogas ilegales en Colombia, se necesitan crear más oportunidades productivas para la población de ingresos bajos. Para hacerlo, el desarrollo rural y la sustitución de cultivos ilegales tienen que ser diseñados en colaboración con las comunidades y las autoridades locales. Si no entendemos las necesidades locales, nos arriesgamos a asignar recursos de manera contraproducente o generando consecuencias imprevistas. De nuevo, hay herramientas disponibles para asegurarnos de que esto ocurra. Una de ellas es la oficina de paz de las alcaldías, un mecanismo institucional creado para coordinar los esfuerzos nacionales y locales del posconflicto. La FIP ha apoyado esta iniciativa y a través de ella hemos entendido que escuchar a varios sectores dentro de la comunidad y llegar a consensos es más importante que el razonamiento tecnocrático que viene desde arriba.
La implementación del proceso de paz dependerá de la cooperación entre el gobierno nacional, las Farc y los actores locales (municipios y comunidades). Cada parte constituyente debe ser vista y escuchada en nuestra búsqueda de alternativas viables y competitivas a la coca en el contexto macro del proceso de paz.
Aquellos que creen que implementar la paz es un problema que tiene que resolver el gobierno nacional se equivocan. Para que la paz sea un éxito, las iniciativas de las autoridades nacionales deben ser acompañadas por una inversión cada vez más grande en la construcción de capacidades locales. No hacer esto sería tirar tiempo y dinero a la basura.
—
Guarín es el director del Programa del Posconflicto de la Fundación Ideas para la Paz.